Cada mañana, puntuales, los niños de la ventana de enfrente empiezan a pegar berridos. La madre, algún día que otro, los deja fuera, “encerrados” en el balcón. Y así les impide el acceso a la casa. Los niños golpean el cristal. Más tarde les abre la puerta y permite que entren. Los vecinos de enfrente se reproducen con una celeridad digna de conejos. A veces hay tantos chavales apostados en el balcón que aquello parece una guardería. En el fondo ese piso es como una guardería de veinticuatro horas. A los niños no los escolarizan, no los sacan a la plaza: viven siempre ahí, en torno al balcón, igual que polillas revoloteando alrededor de la luz. Una mañana vi a uno de los muchachos alargar el brazo, coger el cable blanco de la antena de los vecinos de abajo y empezar a tirar del mismo con fuerza, con intenciones evidentes de romperlo. Otra mañana se dedicaron a arrojar objetos al balcón de al lado. Otro día los sorprendí atizando con un palo las plantas que su señora vecina tenía en las rejas del balcón: ahora compruebo que la mujer los ha cambiado de sitio, lógicamente para ponerlos a salvo de este vandalismo vecinal. Algunas mañanas se dedican a arrojar cosas a la gente que pasa por la acera. La vida es enormemente aburrida en un balcón. El viernes pasado, a la una y media de la madrugada, los críos estaban dando guerra en ese balcón de mis desvelos y de mis cabreos, con todas las ventanas del piso abiertas: hacían una especie de concurso de gritos. No me parece normal que varios renacuajos estén despiertos a esas horas, y menos molestando al vecindario entero.
Ya no sabe uno a quién culpar: si a los padres por permitirles ciertas actitudes o a los críos por comportarse de manera animal. Todos los días, el bebé de la familia da unos rugidos y parece que lo estuvieran torturando. He oído a muchos niños llorar y quejarse, pero nunca con tanto énfasis, con tanta saña. Y me entran ganas de decirles a los padres: “¿No se dan cuenta de que ese llanto no es normal, que quizá al crío le pasa algo y sea necesario llevarlo a un médico?”. En este barrio en el que vivo es mejor el otoño y el invierno porque, con el calor del verano (lo hemos apuntado ya varias veces), los de enfrente abren sus ventanas y tenemos que soportar durante el día entero y parte de la noche el resumen de sus vidas: los llantos de los chavales, las disputas conyugales, los arrebatos furiosos de las madres contra sus hijos, los juegos insoportables. Se la sopla el “qué dirán”. Lo que se ve ahí es aún el ejemplo de la vieja escuela, lo que permanece en otras culturas, en otras razas: los hombres se van cada día al trabajo; las mujeres cuidan la casa y hacen la comida; los niños se dedican a jugar y a molestar, porque no van al colegio. El pasado más rancio está en el balcón, frente a la ventana del cuarto en el que escribo y en el que asisto atónito a estas historias.
Quizá alguien me diga que no tienen dinero para entretenimientos. Pero el ámbito de la clase baja fue siempre la calle. Y tampoco ves a estos niños en la calle, jugando en la plaza con otros críos. Sospecho que todos los vecinos están hartos. Y el problema es que no hay solución. No la hay en estos tiempos que corren. Porque si protestas de tu vecino y tu vecino tiene un color de piel distinto al tuyo, prepárate: te acusarán (ellos y otros) de racista, de xenófobo. He visto ejemplos en el barrio. Recordemos la anécdota que conté sobre un blanco que trataba de entrar a nuestro garaje: la puerta estaba bloqueada por un vehículo y, tras mucho tiempo esperando, decidió llamar a la policía. Y los propietarios (árabes) de ese vehículo le gritaron al muchacho: “¡Racista!”. Y nadie quiere que le acusen de lo que no es.