Tras tan extraño título se encuentra uno de los mayores divertimentos de ese gran escritor que fue Georges Perec, aficionado a los juegos y a los equilibrios literarios en la cuerda floja. El argumento (un soldado pide a un compañero que le rompa algún hueso para evitar, así, que lo envíen a la batalla; y el compañero reclama ayuda a sus amigos) es sólo una excusa para practicar el más difícil todavía. Porque, cuando uno acaba el libro, se encuentra con un índice de las flores y los ornamentos retóricos y, más exactamente, de las metábolas y las parataxis incluidas por el autor en las páginas precedentes: abreviación, acirología, calambur, diáfora... De modo que uno puede volver a leerlo siguiendo el índice, que indica las páginas en las que se utilizan dichos figuras retóricas. Yo me quedo con la primera lectura, y aconsejo a los lectores de Perec que no se pierdan esta obra, traducida por primera vez en Alpha Decay. Cuelgo un fragmento algo extenso para que se note la habilidad del autor:
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Y, entre sus amigos, había un buen colega nuestro, Henri Pollak, nada menos, cabo furriel, exento de Argelia y de los Territorios de Ultramar (una triste historia: huérfano desde su más tierna infancia, víctima inocente, pobre infante indefenso arrojado al asfalto de la gran ciudad con apenas catorce semanas) y que llevaba una doble vida: mientras lucía el sol, se enredaba con sus furrieles ocupaciones, abroncaba a los hombres de faena, gravaba corazones asaetados y eslóganes detersivos en las puertas de las letrinas. Pero, así que daban la media de las dieciocho, se montaba en su petardeante pequeño ciclomotor (de manillar cromado), saludaba según el reglamento al teniente de servicio, al oficial de cocina, al ayudante de turno, al suboficial de cuartel, al cabo furriel de la semana, al brigadier del día y a los hombres de guardia, que lo ovacionaban con diversos gritos de animales, porque estaba bastante bien visto Henri Pollak (nada orgulloso, con clase, de una gran benevolencia bajo una apariencia quizás algo hosca), y levantaba el vuelo cual ave de Minerva a la hora en que bebe el león, regresaba, presto como el halcón de soñadora mirada, a su Montparnasse, donde había visto la luz del día, y donde lo esperaban su amada, su catre, nosotros sus colegas y sus queridos libros, se extraía del odiado traje, se mudaba en un santiamén en un flagrante civil, torso holgado en un chaleco de cachemira, pierna ceñida por un par de vaqueros, el pie bien sujeto en unos mocasines encerados a la antigua usanza, y se juntaba con nosotros, nosotros sus colegas, en el café de enfrente, donde hablábamos de Lukass, de Heliforo, de Jéguel y de otros impertinentes de idéntica calaña, pues todos andábamos un poco zumbados por entonces, hasta horas tan adelantadas como nuestras ideas.
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[Mención especial merece la traducción de Marisol Arbués y Hermes Salceda, que han hecho un trabajo magnífico sudando "tinta china" para trasladar al castellano los hábiles juegos de Georges Perec. A ellos, sobre todo, debemos esta gema]