Fue a principios de mes. Celebrábamos un recital colectivo en Tapas y Fotos, un garito de Lavapiés donde se da voz a los poetas, donde se presentan libros y se tocan canciones. El local se llenó y las puertas estaban abiertas, permitiendo que la gente que pasaba por la acera se detuviese, intrigada, a ver qué estaba preparando aquel grupo de locos con versos en los labios. De vez en cuando, y aunque no es una carretera muy frecuentada por los vehículos, pasaba alguna moto o algún coche y su estruendo se colaba en el recital. Aquello estuvo muy bien, chico. Lástima que, como es habitual en estos actos, cuatro o cinco personas optaran por hablar de sus cosas en vez de elegir el silencio respetuoso que el público debe a quien recita, da una conferencia o presenta un libro. Lo de siempre: la mala educación.
En aquel ambiente poético, cervecero y con un toque canalla y corrosivo, organizado por Déborah Vukušić, el personal fue saliendo a recitar por turnos. A muchos de los poetas que leyeron aquella noche ya los conocía en persona, los había leído o bien había asistido a sus presentaciones. De algunos de ellos he hablado ya por aquí. Pero a Batania sólo lo conocía de un par de charlas brevísimas en la Asociación Cultural Pipo. Batania salió a recitar. Pero no a leer. Y eso nos dejó mudos a unos cuantos. Porque no utilizó papeles, aunque creo que los llevaba en la mano. Se sabía sus poemas de memoria, y no eran poemas cortos. Y no se trata de un actor (lo digo porque tienen más facilidad para memorizar textos y para interpretarlos). Y además Batania recitó como si fuese un orador romano en el senado. Como cuando en las películas (“Julio César”, “La caída del imperio romano”) de antaño, el protagonista miraba a los ojos a su público y alzaba un poco los dedos para acompasar las palabras con varios gestos. Fue allí donde descubrí, de verdad, la poesía de Batania. Donde de verdad me empezaron a interesar sus poemas. Hasta entonces estaba enganchado a su prosa, a la de su blog, porque continúa inexplicablemente inédito: o no tan inexplicablemente, porque ha preferido no dar nada a la imprenta, de momento. De Batania supe por primera vez gracias al consejo de Andrés Ramón Pérez Blanco. Su blog es un foco continuo de literatura. Una hélice que no cesa de girar, removiendo la poesía actual, la que él lee y de la que se empapa, y no sólo los poemarios oficiales y los vates célebres (lo cual se agradece mucho porque, amén de la libertad propia del bloguer, está su olfato para irnos descubriendo otros nombres, otros libros).
Batania escribe con el cuchillo entre los dientes. Es crítico y sagaz y no suele casarse con nadie. Tras su edificio de palabras hay una mujer, claro: Iratxe, su musa y su vida. Aparte de su escritura, confieso cierto interés por sus hábitos, por su curro. Me explico. Él mismo ha contado que trabaja como vigilante o conserje nocturno en un garaje de Madrid. Cito sus palabras: “(…) es un empleo al alcance de todos, un empleo que elegí porque sabía que a los conserjes nocturnos se les permite leer, escribir y llevar un portátil. Es un trabajo que nadie quiere por los malos sueldos y porque la nocturnidad afecta a la salud”. A los vecinos les gustó que no se quedara dormido en el puesto, que no viera la tele ni armara escándalo. En esas horas se dedica a leer poemarios y a navegar por la red y a escribir en su bitácora. La diferencia importa. Quiero decir: no se escribe igual de día, levantándose a las siete u ocho de la mañana, que de noche, trasnochando y tejiendo versos como un búho sediento de literatura. Lo imagino así, escribiendo en la soledad nocturna, poeta neorrabioso.