Dos o tres semanas antes de la ridícula muerte del actor David Carradine compré las memorias de Woody Guthrie, “Camino de la gloria”, y la película “Esta tierra es mi tierra”, donde Carradine interpretaba a Guthrie, aquel guitarrista y cantante que sirvió de ejemplo para Bob Dylan. Primero empecé por las memorias y unos días después vi el filme, que, aunque hoy casi está olvidado, fue en su día una cinta elogiada por la crítica y con varias nominaciones a los Oscar. Las memorias de Guthrie no me han gustado tanto como esperaba. Quizá porque se nota que él era músico, pero no escritor. Y detecté ciertos huecos en la estructura. Hay partes muy buenas, en las que Guthrie nos cuenta las trifulcas que se dan entre los parados y vagabundos en el interior de los vagones, la descripción de las chabolas donde sobreviven las familias durante la Depresión mientras esperan a que alguien las contrate para recoger fruta y ganar unos dólares o los pasajes en que se suben a los trenes en marcha mientras los agentes les disparan. Y luego hay partes que me aburrieron: por ejemplo, aquellos capítulos de la infancia en los que despacha asuntos de peleas entre bandas de críos, punteados por largos diálogos que, a mi entender, sobran. Me quedo con la película de Hal Ashby, que nos ahorra esa infancia y va directamente al tiempo en que Guthrie se ganaba la vida como pintor de carteles de tiendas y adivino ocasional.
Hay un momento glorioso en el libro y en la película, y podría servir de ejemplo, hoy, para quienes en el arte han optado por venderse. Lo cuento. A Woody Guthrie le ofrecen una prueba en un edificio lujoso. Si la pasa, ganará un montón de dinero y lo escucharán en todo el país. Es una prueba para la CBS. Después de recorrerse los caminos de Estados Unidos, de patearse las cunetas, de meterse en trabajos esporádicos, de recibir palizas de quienes se oponen a los sindicalistas y de cantar para la gente de clase baja, Woody sube al escenario con su guitarra. Acaba de perder un trabajo en la radio porque se niega a censurar sus propias canciones, dotadas de contenido político (sus mensajes hieren a los patrocinadores). Empieza a tocar y un hombre y una mujer, ejerciendo de jueces, le dicen que ya es suficiente, que ha pasado la prueba. Y en voz baja traman cómo podrían disfrazarlo en el escenario. Como si fuera un monigote o un payaso o un mono de feria. Guthrie los oye. Y se da cuenta de que eso no es lo suyo. De que no va a venderse. Que él toca para el pueblo y no para quienes quieren convertirlo en un músico políticamente correcto y con un traje de payaso. Que él puede “cantar mientras camina”. Así que interrumpe al hombre y la mujer y les pregunta por el servicio, y en la película el espectador nota que es una excusa para largarse y dejarlos colgados. Y eso es lo que hace. Salir a la calle, alejarse con su guitarra. El filme, sin embargo, nos despoja de un pasaje de las memorias que a mí me gustaba mucho, aunque en cine quizá sea poco creíble: Woody Guthrie, ya en el exterior, comienza a cantar y la gente de por ahí se le une, como si fuera un Rocky con guitarra.
Woody Guthrie, me parece a mí, es el modelo de conducta que oponer a todos esos que, por ejemplo durante el régimen, sirvieron a los intereses de la dictadura, de los poderosos y de quienes tenían la sartén por el mango. Esos que luego trataron de ocultar las huellas de su pasado negro y que, cuando los destaparon, se excusaban diciendo que tenían que comer. Woody Guthrie, con su guitarra (en la que ponía “This Machine Kills Fascits”, o sea, “Esta máquina mata fascistas”), prefirió volver a los caminos antes que venderse. Antes que renunciar a sus ideales.