jueves, mayo 14, 2009

Una ruta por los infiernos

Louis-Ferdinand Céline reúne en su álter ego Ferdinand Bardamu de “Viaje al fin de la noche” la experiencia resultante de pasar por algunas de las escuelas más duras de la vida: la guerra, el ingreso en un sanatorio mental, la supervivencia en África, el amor hacia una prostituta, los viajes buscándose las habichuelas, la asistencia como médico a heridos y a pacientes al borde de la muerte y, más tarde, la vigilancia de enfermos mentales. Sin olvidar el hambre, la miseria, las conspiraciones, las chinches y las pulgas metiéndosele entre la ropa para buscar el cuerpo. Faltaría la cárcel, experiencia que también sufrió y que recogerían, más tarde, en una recopilación de las cartas que envía estando entre rejas. A lo largo de la novela, además de estar una temporada en África, Bardamu viaja por Estados Unidos y por Francia.
He releído el libro años después de haberme metido por vez primera en los torturados pensamientos de su protagonista. He vuelto a disfrutarlo, a sufrirlo (las historias que cuenta Céline hacen nudos en el estómago, y muchas de ellas son fruto de experiencias extremas). E incluso lo he entendido mejor. Entiendo mejor, años después, los desvelos de Bardamu, su escasa creencia en la bondad del ser humano, su nihilismo, su miedo a ser comido por la muerte sin poseer un ideal que valga la pena, una idea digna para perecer con la cabeza alta. Bardamu (es decir, Céline) vomita contra todo y contra todos. No se libra nadie. Si acaso, los animales. Escribe en un pasaje: “Es que aún no conocía a los hombres. No volveré a creer nunca lo que dicen, lo que piensan. De los hombres, y de ellos sólo, es de quien hay que tener miedo, siempre”. La guerra, la enfermedad, el egoísmo, la locura y el trato continuo con los hombres le han enseñado que el ser humano suele optar por hacer el mal antes que el bien. El protagonista y narrador del libro sólo se siente bien en los primeros días en que se instala en otra ciudad. Sabe que los ciudadanos aún no lo conocen y, por tanto, todavía no han desarrollado una estrategia para hacerle daño. De este monumento literario, “Viaje al fin de la noche”, escribía Mario Vargas Llosa tras su relectura, que “sería intolerable por su pesimismo y negrura, si no fuera por la fuerza cautivadora de un lenguaje virulento, pirotécnico y sabroso que recrea maravillosamente el argot popular y finge con éxito la oralidad, y por el humor truculento e incandescente que, de tanto en tanto, transforma la narración en pequeños aquelarres apocalípticos”.
Este viaje al fondo de la noche es una ruta por los infiernos, por los abismos, por las pesadillas. Céline emplea una prosa tensa, vigorosa, rompedora, violenta, rica en comas, interjecciones y puntos suspensivos que denotan el ritmo del lenguaje oral, la acentuación de algunas palabras y el desvarío de pensamientos de su narrador. Céline sabía. Sabía del sufrimiento, de los horrores y la inutilidad de la guerra, de la zafiedad de quienes manejan el mundo y del poder de los fuertes sobre los débiles, de la atrocidad diaria de “cosas y hombres”. Aquí y allá, ante el lector atónito y seducido y fascinado, explosiona su dinamita verbal, su gusto por la sentencia, sus frases lapidarias: “La existencia es que te retuerce y tritura el rostro”, “Tienes que atiborrarte rápido de sueños para atravesar la vida que te aguarda fuera, a la salida del cine”, “Estás hasta los huevos de revolverte en la mierda”, “No se sube en la vida, se baja”, “Llega un momento en que estás completamente solo”. He llenado varias páginas con citas del libro. La fuerza, la verdad, la energía narrativa de Céline, no las encontrarás en otra parte. Lectura imprescindible. Cima literaria.