Salimos de una cafetería y un cartel me llama la atención. Anuncia un combate de boxeo. Disfruto con el boxeo, lo admito. Es uno de los deportes más emocionantes que existen y no se andan con chiquitas: contiene casi la misma ración de violencia que algunos partidos de fútbol, pero sometido a un reglamento para los golpes. Me fijo en las fotos de los contendientes y entonces lo veo. Un aviso en el cartel indica: “Mujeres gratis”. Dado que la frase está junto a los precios de venta de las entradas en taquilla, debemos suponer que las mujeres pueden entrar al pabellón sin pagar, no que lleven fulanas que atiendan a los espectadores sin cobrar. El precio de la entrada en la taquilla es de diecisiete euros en pista y de catorce euros en las gradas.
Y entonces lo pienso. A esto es a lo que hemos llegado. Tanta historia, tanta tontería, tanta ministra de Igualdad, para que las mujeres sigan entrando gratis a las discotecas (matizo: a algunas discotecas) y a los combates de boxeo. Se supone que la igualdad consiste en que tanto hombres y mujeres tengan las mismas oportunidades. Pero no. Estamos pasando de un mundo injusto para la mujer (el de nuestros abuelos) y en el que el hombre era el beneficiado y ella siempre perdía, a un entorno en el que se procura que el hombre pierda en algunos aspectos, lo cual acaba siendo también injusto. Y eso tampoco es igualdad. No es igualdad que la mujer se quede en casa acunando al bebé mientras el hombre se va de cañas con los amigos, ni es igualdad el caso inverso en el que el hombre se queda en casa acunando al bebé mientras la mujer se va de cañas con las amigas. Lo digo porque se confunden las cosas. He estado en casas rurales en las que todos los hombres preparábamos la cena mientras todas las mujeres estaban charlando alrededor de la mesa. Quiere decirse que se está exigiendo igualdad, algo que era necesario y que a mí me place y me parece perfecto, pero en muchos casos esa supuesta igualdad consiste en que la mujer reemplace al hombre de antaño y el hombre ocupe el lugar que otrora tenía la mujer. Y que conste que, en lo de las casas rurales, no me quejo: a mí me encanta verlas disfrutar, porque es algo que personas como mi madre no pudieron hacer en su juventud. Pero que no lo llamen igualdad, por favor. No lo es. Hace tiempo, en un programa de debate de la tele donde salían varias petardas, una de ellas, escritora para más señas, se mostró furiosa porque el hombre no podía parir, como si los asuntos de la naturaleza fuesen culpa nuestra. Como si los hombres lo hubiéramos amañado para esquivar la gestación.
Volvamos al combate de boxeo o a la discoteca donde, en ambos casos, las mujeres pueden entrar sin pagar. Si en ese cartel, en vez del aviso “Mujeres gratis”, pusiera “Hombres gratis”, teniendo que pagar ellas y nosotros no, se iba a preparar la de Dios es Cristo. Dirían que es un abuso, que es machismo, que la mujer siempre pierde, que no hemos avanzado. Pero yo quiero ir al boxeo por la patilla. Propongo, como desagravio, que permitan la entrada gratuita a los hombres cuando entren a los cines a tragarse esas comedias tontas de Julia Roberts que muchas mujeres insisten en ir a ver para desesperación de sus parejas, los novios y maridos que preferían ir a la sala de al lado a disfrutar con la de Sylvester Stallone. Se exige igualdad, pero aún en algunas discotecas me examinan los zapatos antes de abonar el importe de la entrada mientras, a mi lado, las chicas entran gratis. Días atrás hubo un escándalo porque se “subastaron” chicas en una discoteca. Lo que nadie dijo es que también se “subastaron” chavales para ellas. En fin, que estamos ante la igualdad mal entendida.