El viernes pasado fue fiesta en Madrid y pasé el puente en Valencia. Estuvimos el verano anterior en esta ciudad, un par de días, en fechas típicas donde se juntaron excesivo bochorno y turismo abundante. Me ha satisfecho más este segundo viaje. El calor no era tan brutal y se estaba fresco a la sombra. Caminamos por sitios que no conocía, por calles repletas de bares, buscando librerías de viejo. En los alrededores de la Lonja y del Mercado Central, tratando de encontrar el Café Lisboa, nos topamos con uno de mis primos zamoranos y su mujer, que habían ido desde Madrid a pasar el fin de semana a Valencia. ¿Cuántas posibilidades existen de cruzarse en una ciudad grande? Tras pasar allí tres noches, he vuelto agotado de viajar, de pasear, de ir de aquí para allá, de meterme en coches, en taxis, en trenes de metro y en trenes de cercanías. Agotado, pero feliz. Viajaba junto a poetas y amigos y allí nos recibieron y acogieron más escritores y poetas y nuevos amigos. Lo justo sería nombrarlos a todos, pero entonces el artículo quedaría en una sucesión de nombres y apellidos y poco más, y no es plan. Baste mencionar la acogida y el trato de la Librería Primado y del Café El Dorado, donde suelen reunirse para presentaciones, recitales y jam session poéticas.
En El Dorado, mientras escuchábamos recitar poemas, entró un hindú que vendía flores. Un tipo ya mayor, con turbante y una barba que parecía postiza, y media cara hecha un guiñapo, como si le hubieran arrojado ácido al rostro y quisiera exhibir con orgullo las cicatrices. Y con un ojo con el párpado a media asta, por la tirantez de las mataduras de los pómulos. Recordaba a esos hindúes malvados que aparecen en “Indiana Jones y el templo maldito” o en “El hombre que pudo reinar”; de hecho, el vendedor ambulante de flores se parecía un poco a Peachy Carnehan (Michael Caine) en esta última película, justo cuando regresa para contarle a Rudyard Kipling (Christopher Plummer) sus fascinantes aventuras junto a su colega Daniel Dravot (Sean Connery). En esas escenas, Carnehan ha adoptado una apariencia tan miserable que parece más un hindú de las chabolas que un inglés que se fue a hacer fortuna. El hindú se plantó en el bar. Apenas hablaba, pero insistía en que le compráramos una rosa. Que alguien le comprara una para que se fuese sólo pudo aumentar su emoción, tal vez creyendo que nos vendería flores a todos. No sé cuánto estuvo en el café mientras la gente recitaba. Sólo le faltó coger el micrófono y contarnos algo. Hubiese estado bien.
En esta ocasión no me bañé en el mar ni tuve intenciones de hacerlo. Sobre todo desde que el dermatólogo me recomendó no exponerme demasiado al sol. Pero vi el mar y la playa desde el séptimo piso de un edificio situado en la costa de Tavernes de la Valldigna, lugar donde me alojé la primera noche gracias a un amigo. Levantarse de la cama y salir al balcón y ver el mar es uno de los placeres que todo hombre debería probar alguna vez en la vida, si no puede hacerlo una vez al año, al menos. Comí paella en un garito que, si mal no recuerdo, se llama Los Escalones de la Lonja, a unos metros del Mercado Central. Ya sé que suena típico, pero no hay que irse de esa ciudad sin probar el arroz. La playa de Madrid es la playa de Valencia, eso todo el mundo lo sabe, y por eso el viaje del jueves por la noche, víspera de la fiesta, fue una tortura trufada de atascos y caravanas. Valencia, en fin de semana, se llena de gente que vive en Madrid, y más cuando se aproxima la temporada de calor. De hecho, es uno de los respiraderos de Madrid, para esos días en que la gente está agobiada y sólo quiere abandonar la capital para tomar aire y distraerse. Espero volver pronto.