Las historias más raras son las que te cuenta la gente por ahí, o le ocurren a tu vecino, o a alguien que conoce a quien las vivió, o las que le suceden a uno mismo. La otra noche estaba en casa de unos amigos, invitado a un cumpleaños. Ninguno de ellos tiene vínculos con Zamora, de modo que se ruega no hacer cábalas. Hubo un momento, al principio, en que las chicas fueron a ver la casa y los demás, los varones, nos quedamos en el salón. La tele estaba encendida y retransmitían un partido de fútbol. Empezaron a comentar el partido y yo no dije ni pío. Luego pasaron a las carreras de Fórmula 1 y yo no dije ni pío. No me interesan los deportes. Así que pensé: “Soy un bicho raro. Soy el tipo extraño de esta reunión”. Cuando ellas volvieron, creo que ya se estaba hablando de otra cosa.
Una de las chicas nos contó lo que le había sucedido aquella tarde. Invitada a una despedida de soltera, le dijeron que iban a hacer una fiesta a lo “Sexo en Nueva York”. Creyendo que la idea consistía en asistir con disfraz, ella se atavió con el atuendo más disparatado posible. Una parodia de las pijas de esa serie, con aspecto casi de fulana. Antes de salir, habló por teléfono con otra de las invitadas. Tras comentarle las pintas que llevaba y la vergüenza que iba a darle cuando la vieran así por la calle, su interlocutora le dijo que no se trataba de un disfraz. Que lo de ir en plan “Sexo en Nueva York” era totalmente en serio. Arregladas como nuevas ricas, el programa incluía una sesión de manicura. No hubo boy, ni alcohol, ni otras costumbres propias de las despedidas de mujeres. Podían haber sido monjas con maquillaje y tacones porque no hicieron nada raro ni escandaloso ni fuera de lo común. Una decepción. Antes o después de esta historia, un tipo al que conozco desde hace tiempo, hablando ambos de internet, me dijo: “No sé si sabes que tengo obsesión con mis mierdas”. Yo estaba perplejo: “No, no lo sabía”. Continuó: “Sí, a veces me da por fotografiar mis cacas”. Dijo que una vez incluso colgó esas fotos en internet, ya no recuerdo si en Facebook o en MySpace. Y flipó porque algunos internautas le comentaban las imágenes, tratando de adivinar lo que había comido antes de la deposición. Intenté reprimir las bascas, lo juro, y sospecho que me puse amarillo. Él concluyó: “La gente las comentaba, tío. Eso significa que hay personas que están peor que yo”. Le di la razón.
Cada vez que te levantabas, al volver te habían quitado el sitio, así que te sentabas con otras personas. Salió un tema inevitable: las borracheras. Alguien me reveló entonces un síntoma extraño que padecía en sus ciegos más brutales: “Me da por correr”. Dijo que salía del garito donde estuviera y, ebrio y sin saber por qué, empezaba a correr: “Sin una meta, como Forrest Gump”. Podía hacerse incluso nueve o diez kilómetros sin descanso. Al término de la carrera, se detenía sin saber dónde estaba ni por qué hacía aquello. Pero la historia más alucinante la contó una chica. Vive en la sierra, donde suele estar en contacto con el campo, con el ganado y tal. Parece que en una ocasión la mordió una garrapata. Se rascó sin reconocer el origen del picor. Con ese gesto pudo destruir el estómago del bicho, pero la cabeza quedó dentro. Desde fuera parecía una herida en la piel. Le transmitió una enfermedad. Durante un tiempo tuvo fiebres, erupciones, malestar general, a causa de las bacterias de la cabeza del parásito. Adelgazó hasta quedarse en treinta y ocho kilos de peso. Has leído bien. Hasta que un médico localizó la causa, como House en el episodio en el que descubre la pulga de una paciente. Tras estas anécdotas, pensé: “Bueno, no soy tan raro”.