Algunas cosas no cambian. Y nos gusta que no cambien. Y por eso se convierten en clásicos. Por eso forman parte de nuestras costumbres. En Semana Santa siempre vuelvo a un lugar confortable, situado en uno de los mejores escenarios de Zamora: me refiero al Mesón Balborraz, que toma su nombre de dicha calle. Es un clásico, como suele decirse. La idea se la tomo prestada a un amigo, quien dijo la otra tarde, allí, sentados a las mesas de la parte alta del local, medio en penumbra, que los años pasaban sobre nosotros sin que el bar cambiase de dueños, de aspecto o de costumbres. Y eso, ciertamente, a ambos nos gusta. Es algo a lo que aferrarte, sobre todo si vives fuera de tu ciudad. Cuando uno vuelve y ciertos comercios han cerrado, o algunos bares han cambiado de dueños, o de estilo, o las máquinas han demolido ciertos edificios, te acomete una especie de desolación. No es exactamente nostalgia, ni tristeza. Es lo que les ocurre a esos personajes de ficción que cuando (ya adultos) regresan a las antiguas zonas donde se forjaron, dicen con un encogimiento de hombros: “Yo jugaba en este barrio. Y míralo ahora: ha cambiado” o “Yo me crié en estas calles y ya no son lo mismo”. Creo que Kevin Bacon dice algo parecido en “Mystic River”.
Ocurre a menudo. En Los Herreros, sin ir más lejos. Algunos bares han mutado tanto que uno es incapaz de reconocerlos. Locales que eran centro de reunión de heavys o de rockeros se convierten, de la noche a la mañana, en pubs para la clase alta o en focos de barriobajeros, dependiendo del ejemplo, de los dueños, de las costumbres y de las circunstancias. Son garitos a los que ibas por la música, o porque conocías al jefe y camarero, o porque servían raciones de morcilla en la barra, o por otras muchas razones. Un día cambiaron, entraste un rato a tomar una cerveza y viste que no era lo mismo y no regresas. Ahora tienen otro público. Por fortuna en Los Herreros aún quedan unos pocos bares aferrados a las costumbres, irreductibles como los galos de la aldea de Astérix y Obélix. Y nos gusta que así sea.
En el Mesón Balborraz sabes que siempre habrá un rincón en penumbra para sentarte junto a tus colegas. Sabes que la música seguirá siendo la misma o parecida. Sabes que te atienden bien. Y, lo más importante, sabes que puedes cenar una de las delicias culinarias de la ciudad: el hornazo. Sabe exactamente igual que hace años: exquisito. Nada ha cambiado. Esto no es frecuente. Conocemos de sobra esos garitos, de esta y de otras ciudades, en los que el dueño acaba cambiando el plato más célebre o la receta más famosa para contentar a más consumidores, o por exigencias de las modas. Es como en Telepizza, cuando te vienen con lo de “Ahora, con masa fina”. Déjeme en paz de masas finas, quiero la pizza de siempre, la que empecé a comer cuando ustedes abrieron. Por eso, entre otras razones, los lugares con solera, más familiares y muy personales, son preferibles a las grandes cadenas comerciales. Porque en las segundas, el menú y las costumbres se adaptan al gusto del consumidor; y, en los primeros, es el consumidor el que se acaba adaptando a lo que ofrecen los locales personales: esto es lo que hay, oiga; lo toma o lo deja. Para acompañar el hornazo de Balborraz, que seguro que algunos aún no han probado, sugiero una jarra de sidra de barril. La sidra es más digestiva que la cerveza y a un tocho como el hornazo le viene mejor la primera bebida. Hay cosas que no cambian. Y nos gusta que no cambien. Y por eso se convierten en clásicos.