La semana pasada, en las mañanas laborables, me asomaba de vez en cuando a la ventana para tomar un respiro de las teclas y ver el sol. La luz y el calor me recordaron, de algún modo, a esas mañanas de la Semana Santa zamorana en las que te levantas y sólo quieres salir a la calle porque hace muy bueno, porque es una de esas mañanas como de domingo donde todo parece felicidad aunque sólo sea un engaño del sol y del buen tiempo. Esas mañanas en las que sales a la calle aunque tengas resaca, aunque hayas dormido poco, aunque no tengas planes y no sepas qué vas a hacer una vez fuera: si caminar por ahí sin rumbo fijo, o si meterte en un bar a tomar unas cañas, o si cruzar los barrios más concurridos para encontrarte con amigos, familiares y conocidos. La semana pasada tuvimos dos o tres días así, y yo me asomaba al balcón un poco melancólico y un poco prisionero y pensaba desquitarme durante el fin de semana, saliendo por ahí, simplemente a caminar o a ver la ciudad.
Pero el viernes hizo malo y el sábado aún fue peor y el domingo ocurrió tres cuartos de lo mismo. Pese a esos cielos nublados y al frío que me obligó a rescatar el jersey del armario, salimos a dar algunas vueltas. Quería ver el ambiente. El viernes era el invento de La Noche de los Teatros. No me interesaba. Me interesa el teatro, pero desde el momento en que se celebran actos gratuitos es imposible ver nada. Todo se llena y hay codazos para ocupar un sitio. Cerca de los cines que suelo frecuentar vi a Javier Bardem. Iba con una gorra calada hasta las cejas y tiene el pelo un poco largo. Me emocioné, lo reconozco. Y no porque tenga un Oscar entre sus múltiples premios, sino porque es un actor que me enganchó en “Jamón, jamón” y al que llevo admirando y siguiendo desde entonces. Sigo pensando que una de las grandes interpretaciones de sus primeros años fue la de ese personaje bruto y vividor de “Huevos de oro”. Antaño me sabía incluso varios de sus diálogos. Caminando por ahí di con una librería abierta a horas extrañas (era bien entrada la noche). Entré porque tenían varios libros de saldo y salí de allí cargado de volúmenes a tres o cuatro euros cada uno. Por ejemplo, “Ladrones como nosotros”, novela negra de Edward Anderson que adaptaron Nicholas Ray y, luego, Robert Altman. O “En el momento del parpadeo”, un libro de Walter Murch, montador que demostraba su sabiduría cinematográfica en “El arte del montaje. Una conversación entre Walter Murch y Michael Ondaatje”, lectura esencial para cinéfilos. Tenían también una pila de ejemplares de la versión en bolsillo de “Microsiervos”, de Douglas Coupland, y me eso me destrozó. Lo aclaro: encontrar el libro original y el libro en bolsillo me costó meses y meses de búsqueda. Ahora que ya los tengo, resulta que salen de la nada cientos de ejemplares de saldo.
El viernes por la noche había tanta gente reunida a las puertas del Teatro Nuevo Apolo, en Tirso de Molina, para ver la actuación gratuita de Mayumaná en la calle, que fue necesario dar un rodeo para llegar a casa. Uno de esos días fui a ver una exposición muy recomendable en La Casa Encendida: “Retratos de Nueva York”, la visión de numerosos fotógrafos cuya obra está recogida en el MoMa. Ahí van unos cuantos nombres: Henri Cartier-Bresson, Diane Arbus, Arthur Fellig (Weegee), Walker Evans, Robert Frank. Fascinante. Pero había demasiado público, gente que mete las napias en cada foto (quizá deberían acudir con regularidad al oculista), que no te deja disfrutar. Y dan ganas de regresar corriendo de vuelta a casa y huir de aglomeraciones y de lugares donde se reúne la muchedumbre.