Me contaba una persona algunas anécdotas tras su reciente viaje a Egipto. Hubo una que me llamó mucho la atención. En El Cairo, los chavales que persiguen a los turistas para pedirles dinero o venderles algo le llamaban "Antonio Banderas". Quiere esto decir que, primero, identifican con rapidez a los españoles. Y, segundo, que no se puede ser más famoso de lo que es Antonio Banderas. Algunos colegas, cuando me relatan historias de sus viajes a Túnez o a Marruecos, dicen que la gente siempre se sabe el nombre de algunos futbolistas españoles. No es raro que los críos hambrientos canten al turista y al viajero una de esas canciones bochornosas que simbolizan la cara más kitsch de nuestro país. Los chiquillos que rodean al viajero en El Cairo y lo abrasan pidiendo algo (no necesariamente dinero: se conforman incluso con un puñado de bolígrafos), utilizan el nombre del actor español para identificar a la persona con el país y con un famoso. Es como si yo voy andando por mi barrio y veo a un chino y le digo: "Hola, Bruce Lee". Quizá se ofenda, pero lo entenderá. Aunque no debería ofenderse, sino sentirse halagado porque Bruce Lee ha sido héroe de varias generaciones. De la mía, por ejemplo. Yo quería ser Bruce Lee.
Unos días después, leyendo un libro de Patxi Irurzun, encontré un pasaje en el que él y un fotógrafo visitan un pueblecito de pescadores de Filipinas y, allí, un muchacho con síndrome de Down les pregunta si conocen a Antonio Banderas. "Es un actor español", aclara el muchacho. Y no se refiere a si saben quién es, se refiere a si lo conocen personalmente. Creo que esa es la auténtica fama. Que ya no se puede ser más famoso de lo que es Antonio Banderas. Cuando conocen tu imagen y repiten tu nombre en los poblados de gente pobre, en lugares remotos donde los muchachos no tienen dónde caerse muertos pero han vivido lo suficiente para verse las películas más exitosas del cine occidental. Porque Banderas, aunque en los últimos tiempos ha encadenado demasiadas películas malas o flojas, fue durante una temporada el centro de atención de la prensa rosa y además es una de las imágenes del cine de Pedro Almodóvar. Pero creo que su fama en tierras remotas obedece a su personaje de Alejandro Murrieta, El Zorro, en dos películas auspiciadas por Steven Spielberg, tal vez el único director de cine cuyo rostro reconocen incluso los indigentes. Todo esto me recuerda un poco a la película "Slumdog Millionaire". Una secuencia simboliza lo que estoy contando. Aquella en la que el protagonista, de niño, encerrado en una letrina pública mientras el actor más célebre de la India llega de visita a su zona, es capaz de evadirse por el agujero de un sencillo retrete y chapotear entre la mierda y los meados para conocer a su estrella favorita y pedirle un autógrafo. Los muchachos que aparecen en el filme son pobres y están hambrientos y se buscan la vida en las calles y no tienen dónde caerse muertos, pero conocen y reconocen a la cara más popular de su cine.
Tanto en el libro de Patxi Irurzun como en la citada película o en las anécdotas que me contaron sobre El Cairo, se observa que los pobres aprenden rápido las palabras más socorridas y necesarias en inglés o en castellano para comunicarse con viajeros y turistas. No hay mejores maestros que el hambre y la necesidad. Agudizan el ingenio y uno aprende idiomas sin recurrir a clases particulares ni a profesores de colegio, como hacemos en España, donde tardamos mucho más en manejar un idioma de lo que lo hacen, por ejemplo, los inmigrantes que veo por mi barrio. Estos se aprenden tacos, expresiones y cierta jerga en cuanto llevan cuatro días en el país.
Unos días después, leyendo un libro de Patxi Irurzun, encontré un pasaje en el que él y un fotógrafo visitan un pueblecito de pescadores de Filipinas y, allí, un muchacho con síndrome de Down les pregunta si conocen a Antonio Banderas. "Es un actor español", aclara el muchacho. Y no se refiere a si saben quién es, se refiere a si lo conocen personalmente. Creo que esa es la auténtica fama. Que ya no se puede ser más famoso de lo que es Antonio Banderas. Cuando conocen tu imagen y repiten tu nombre en los poblados de gente pobre, en lugares remotos donde los muchachos no tienen dónde caerse muertos pero han vivido lo suficiente para verse las películas más exitosas del cine occidental. Porque Banderas, aunque en los últimos tiempos ha encadenado demasiadas películas malas o flojas, fue durante una temporada el centro de atención de la prensa rosa y además es una de las imágenes del cine de Pedro Almodóvar. Pero creo que su fama en tierras remotas obedece a su personaje de Alejandro Murrieta, El Zorro, en dos películas auspiciadas por Steven Spielberg, tal vez el único director de cine cuyo rostro reconocen incluso los indigentes. Todo esto me recuerda un poco a la película "Slumdog Millionaire". Una secuencia simboliza lo que estoy contando. Aquella en la que el protagonista, de niño, encerrado en una letrina pública mientras el actor más célebre de la India llega de visita a su zona, es capaz de evadirse por el agujero de un sencillo retrete y chapotear entre la mierda y los meados para conocer a su estrella favorita y pedirle un autógrafo. Los muchachos que aparecen en el filme son pobres y están hambrientos y se buscan la vida en las calles y no tienen dónde caerse muertos, pero conocen y reconocen a la cara más popular de su cine.
Tanto en el libro de Patxi Irurzun como en la citada película o en las anécdotas que me contaron sobre El Cairo, se observa que los pobres aprenden rápido las palabras más socorridas y necesarias en inglés o en castellano para comunicarse con viajeros y turistas. No hay mejores maestros que el hambre y la necesidad. Agudizan el ingenio y uno aprende idiomas sin recurrir a clases particulares ni a profesores de colegio, como hacemos en España, donde tardamos mucho más en manejar un idioma de lo que lo hacen, por ejemplo, los inmigrantes que veo por mi barrio. Estos se aprenden tacos, expresiones y cierta jerga en cuanto llevan cuatro días en el país.