Sin duda, uno de los peores días del año para el cuerpo y para el estado de ánimo es el primer lunes tras el Domingo de Resurrección, o sea, ayer. Para el cuerpo, porque los días y las noches recorriendo las calles de la ciudad y sus bares y algunas casas nos deja molidos. Sobre todo a quienes practicamos una vida sedentaria. Mientras escribo estas líneas, me duelen los músculos y no he logrado descansar bien la noche pasada. Para el estado de ánimo, porque lo bueno siempre se acaba y a uno le parece como si la Semana Santa durase cada vez menos. Son cosas de la edad, claro: a medida que uno va cumpliendo años el tiempo pasa más aprisa o eso nos parece. El regreso a Madrid, tras unos días en Zamora, se le hace a uno cuesta arriba. Se vuelve de bajón.
Ha sido una Semana Santa extraña, al menos para mí. Admito que he disfrutado. Pero, entre otras historias que aquí no voy a desvelar, la lluvia nos dejó una impresión como de derrota, de frustración. La cofradía de Jesús Nazareno, de la que soy hermano desde la niñez, no salió este año. Se nos quedó cara de póker. Era algo que no ocurría desde hace décadas. La sensación es difícil de entender para quienes no salen o no la ven. Trato de explicarla: pongamos que van a darte un pastel de chocolate cuyo sabor llevas esperando un año, y en el momento de morderlo te lo quitan y lo posponen otros doce meses. Se me ocurren otras muchas similitudes. Creo que la decisión fue acertada: yo estuve en la calle y cayeron jarros de agua durante toda la noche. No lo digo por los cofrades, sino por los pasos y las mesas. Parece que la organización no estuvo a la altura, con hermanos esperando en la Plaza Mayor, ya vestidos con la túnica, y sin saber si la procesión iba a suspenderse o no. En ese sentido tuve suerte. Uno de mis colegas, cargador de un paso, nos fue informando por teléfono: “De momento no os vistáis, que no se sabe si saldremos”. Nos evitó tener que coger las túnicas y esperar en la salida, mojándonos. Imagino, además de la pérdida de ilusión para tantas personas (entre las que se cuenta gente que vino a Zamora sólo por ver la procesión o por desfilar en ella), las pérdidas económicas de los negocios de las Tres Cruces. Supongo que les tocará comer sopas de ajo durante el resto del año. Y luego está lo del parking de San Martín, historia de la que tardé un par de días en enterarme: quienes hacían botellón optaron por refugiarse en el aparcamiento hasta que llegó la policía a disolverlos. En Zamora somos de lo que no hay. Yo siempre he creído en el botellón, pero en un botellón disciplinado, en una reunión de amigos y poco más, charlando y tomando unas copas. Por eso nunca he entendido las masificaciones: para beber junto a miles de tipos, prefiero irme a un bar. De hecho, lo que me molesta en la madrugada del Viernes Santo es la gente, la masificación. Será la edad, supongo.
Ahora tengo un montón de gominolas y caramelos guardados en bolsas. Los había comprado para repartirlos durante la procesión; hace años que no compro almendras garrapiñadas porque se me pegan demasiado a las manos y es un asco. Sé que está la opción de meterlas en bolsitas o cubrirlas de forma individual con plásticos, pero la descarto porque, a media procesión, cuando aprieta el hambre, toca desenvolverlas y, entre la cruz y demás, es un engorro. Hay que ser práctico. También han faltado unos cuantos amigos durante el puente, y no siempre se acostumbra uno a estas ausencias. Al menos he disfrutado a tope de la ciudad, pese a la lluvia. Y no sólo me amargó la lluvia: el Viernes Santo, en torno a la una del mediodía y habiendo dormido apenas unas horas, salí a dar una vuelta y me cayó encima una granizada.