El barrio, la ciudad y el país ya no eran lugares tranquilos. Cada esquina era un volcán potencialmente activo. Se había perdido el arte de la discusión civilizada; ése era quizás el principal cambio. Los últimos tiempos le habían acostumbrado a las venas a punto de explotar, formando deltas en las frentes y amazonas o nilos yugulares. Sus propios amigos se inflamaban en las cafeterías, lanzándose miradas asesinas sólo por un pequeño matiz. Odiar se había convertido en un deporte, en una disciplina, hasta el punto de que el gremio de restauradores, apremiado por la autoridad, sugirió durante un tiempo a la clientela sustituir el alcohol y el café por bebidas neutrales como el agua con gas o la limonada.