Me despertaron los gritos de una mujer. Parecía como si la fuesen a matar o alguien la estuviera apaleando. Me desperecé. Luego tuve esta sensación: que la víctima corría al mismo tiempo que gritaba. La cosa pintaba seria y opté por levantarme de la cama. Era de noche. Alrededor de las seis de la madrugada, y el despertador suena a las siete y media. Me puse las gafas y salí al balcón. Vi un contenedor volcado en la calle. Los gritos femeninos, a los que se sumaban insultos de voces masculinas, provenían de la Plaza de Lavapiés. Pero los árboles me tapaban la escena. Veía gente pasar de aquí para allá. Mujeres chillando. Puñetazo va, puñetazo viene. Fulanos separando. Un tío en el suelo. Estaban las ramas de los árboles y estaban también mis ojos: la somnolencia me impedía abrirlos del todo. Incluso veía borroso. Me froté los párpados. Cerca de nuestro portal vi a otra mujer, llamando a una de las puertas de enfrente. Salió de allí otra chica y la primera le dijo: “Mira a ver, que se están matando ahí”. La segunda empezó a correr hacia el lugar de la reyerta. Vi fragmentos de la lucha: un cuerpo cayendo, gente moviéndose, gritos, algún “hijo de puta” de añadidura. Creo que en el “fregao” había varias razas: blancos, negros, pero no logré ver a los terceros, que hablaban con acento. Había dormido algo menos de cinco horas, y no era capaz de discernir la gresca en su totalidad desde mi punto de observación. Me extrañó que la policía no estuviera por allí. Alguna de las voces del lío gritaba que iba a llamar a la poli o que la había llamado ya, no sé. Fue el miércoles pasado.
Decidí volver a la cama. Mientras lo hacía, la noche se llenó del ruido de las sirenas. Ya estaban ahí. Y venían como balas. Regresé corriendo a la ventana. No quise salir más al balcón: el aire estaba helado. Ante el mismo portal de donde había salido la última mujer (blanca) se encontraba ésta y, a su lado, un hombre (negro). Trataban de entrar en el portal, pero alguien les cerraba la gruesa puerta de madera por dentro. Es decir: el lío se había trasladado en unos segundos hasta aquel edificio de enfrente. Cerraron la puerta de madera y el hombre negro no logró entrar. Después trató de abrirla a puntapiés. En esto se detuvieron junto a él cuatro coches de policía. Los polis de Madrid son un poco como “Los hombres de Harrelson”: jóvenes, atléticos, fuertes, bien entrenados. Un agente con una porra en la mano le dijo que se apartara, que ya se encargaba él. Y abrió la puerta con un par. De huevos y de patadas. Y los policías entraron dentro. No sé qué pasaba en el portal, pero todo esto (desde las sirenas) duró unos pocos segundos. La mujer gritó que estaban pegando a su hermano, que iban a matarlo, o eso me pareció entender. El negro dijo que era senegalés y que él había llamado a la policía. Explicó la gresca: que si a uno lo tiraron al suelo, que si empezaron a darle, que si tal y cual. Con el jaleo sólo entendí trozos de su monólogo. Contó que, por suerte, había grabado el asunto con el móvil. A la plaza llegaron más coches y un furgón. Me fui a la cama sin esperar a ver si detenían a alguien. Vi gente adormilada en los balcones y una señora en bata en la misma calle, mirando el paño.
Llevaba demasiado tiempo sin que una gresca me despertara. Ya no pasa tan a menudo como antes. Es curioso: cuando vivía en La Marina, en Zamora, muchas noches de fin de semana (en los años ochenta) me despertaban las broncas de los bares. O sea, que pocas cosas han cambiado. No sé cuánto tardé en dormirme. No lo lograba. Sé que, cuando empezaba a soñar, sonó el despertador. Con las luces del día, los hechos de la madrugada parecían un sueño. Pero no lo eran.