Hubo un tiempo en el que escribía poco y dibujaba mucho. Dibujaba a diario. Estos días recupero una carpeta en cuyo interior hay una pequeña parte de mi pasado. Solemos apuntar el pasado en diarios, en libretas y cuadernos. Y luego lo recuperamos. Este caso es muy distinto. Ese pasado se reduce a dibujos, a bocetos y caricaturas. Hojeo los papeles y los recortes. Solía dibujar en clase, así que la mayoría reflejan los últimos años del colegio, algunos del instituto y otros tantos de la universidad. Dicen que la memoria es caprichosa y es cierto. No olvidas a las mujeres que conociste o idolatraste o amaste, pero en cambio ya no recuerdas las caras de muchos de tus profesores. Igual que un abuelo, recuerdo mejor los rostros y nombres de los maestros del colegio que los de la etapa universitaria. He encontrado caricaturas que les hice a profesores de la Facultad de Ciencias de la Información que ni siquiera recordaba. El dibujo y una frase característica de cada cual, encerrada en un bocadillo sobre la cabeza del personaje, me llevaron a recordar. Extraña forma de volver al pasado, como en el cómic de Alison Bechdel, “Fun Home”, en que la protagonista lleva un diario que aúna dibujos y palabras y es el tebeo que nosotros leemos.
Aparte de esos profesores, encontré la referencia a antiguos alumnos. Pero a estos sí los recordaba. En algunos casos les asigné otras identidades en esos dibujos, y siempre se lo tomaron bien. Lo cual les honra. Una vieja hoja, arrancada de algún cuaderno, entre caricaturas y chorradas varias, incluía un boletín de notas. Creo que era de la época del instituto. Trato de vapulear a la memoria, para que descifre por qué razón anoté aquello. Supongo que eran las calificaciones que ya conocía, pero en días previos a la obtención del boletín oficial. Hay cuatro aprobados y cuatro insuficientes; me sorprende que no hubiera más suspensos, pues en aquel tiempo era un bandarra (palabra ésta que, leo ahora, está en vías de extinción porque nadie la utiliza; es una manera coloquial de decir “sinvergüenza”). Y me sorprende que la casilla de Literatura esté en blanco. A veces, junto a los dibujos, hacía cuentas o anotaba los libros que me quería comprar y las películas estrenadas en los cines de Salamanca. E incluso los precios de las novelas: procuraba comprarme las más baratas, ya fueran en ediciones de kiosco o de bolsillo. Entre setecientas y novecientas noventa y cinco pesetas. Siempre me hizo gracia ese precio, novecientas noventa y cinco, pero a mi cartera no.
Entre esas anotaciones junto a las caricaturas veo algunas cuentas de gastos. Pasaba la semana en Salamanca con poco dinero, y recuerdo que el primer día de clase, el lunes, hacía la cuenta en previsión de los gastos. La hoja me sirve para recordar los precios de aquel entonces. Los precios de los productos y de los servicios a mediados de los noventa, en una ciudad universitaria. Tengo anotado todo aquello; sospecho que en algunos casos hice el redondeo. El viaje en autobús entre Zamora y Salamanca: quinientas pesetas. El cine: quinientas pesetas y, más tarde, quinientas cincuenta; aparece en una ocasión la cifra de cuatrocientas (el Día del Espectador, sospecho). Un periódico nacional: veinte duros. Y luego estaba la comida: procuraba no gastar más de mil pesetas a la semana. Así me quedaba algo para comprar un libro barato. En otra columna veo los gastos adicionales e imprevistos. Los que surgían y te desestabilizaban las cuentas y entonces tenías que ahorrarte el libro o rascar de los gastos en comida: las fotocopias, o el aceite y otros productos de primera necesidad. Es sano regresar al pasado tirando de viejos papeles.