Una mañana me levanté y descubrí que sólo me quedaban tres euros y setenta céntimos. Pánico. La cartera estaba vacía. Volví a contar el dinero preso de una agitación creciente. Era imposible. Alguien había entrado en mi habitación por la noche y me había robado. Hurgué en los cajones y hasta debajo de la cama: polvo. Me vestí rápidamente y acudí al banco. Pensé que podía haber ingresado el dinero días antes y haberme olvidado, pero la cajera me ratificó el saldo de mi cuenta: cero.
Deambulé confuso por el centro y acabé en un bar de la calle Zaragoza donde el menú de mediodía valía tres euros cincuenta. Miré el puñado de monedas que tenía en la mano. Si entraba a comer me quedaría con veinte céntimos y viviría el apogeo de la ruina de un hombre.
Deambulé confuso por el centro y acabé en un bar de la calle Zaragoza donde el menú de mediodía valía tres euros cincuenta. Miré el puñado de monedas que tenía en la mano. Si entraba a comer me quedaría con veinte céntimos y viviría el apogeo de la ruina de un hombre.