Philippe Petit fue el funambulista que en los 70 realizó la hazaña de tender un cable entre las Torres Gemelas y cruzarlo. Como cuento en el artículo de hoy, en algunos pasajes he sentido vértigo (ya que lo padezco). Y sólo la descripción de ese paseo suicida por el cable, unida a las fotografías que acompañan el libro, me han hecho sudar un rato. Me imaginaba allí arriba, con el tal Petit, a merced del viento, los pájaros y la libertad. Durante ese viaje por el abismo (incluso llegó a tenderse de espaldas sobre el cable), Petit se siente un dios, libre de la humanidad, a salvo de ella. Por eso lo suyo fue un acto genial y rebelde, loco y suicida, poético y definitivo. Se convirtió en una celebridad tras aquello.
El libro describe, a lo largo de varias páginas y numerosos capítulos breves, los preparativos de este acto ilegal. Los materiales que necesita, los viajes entre París y Nueva York, el reclutamiento de cómplices, la traición de algunos de ellos, las múltiples ocasiones en que se cuela en el World Trade Center para calcular riesgos y posibilidades, las veces en que debe posponer su hazaña porque los planes se tuercen... Y hoy se estrena Man on Wire, por cierto. He decidido poner el fragmento en que está a punto de empezar a cruzar al otro lado:
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A mis pies, un cable. Nada más.
Mis ojos captan lo que se levanta frente a mí: la parte superior de la torre norte.
Sesenta metros de cable. El camino está trazado.
Es una línea recta. Que se enrolla sobre sí misma. Que oscila. Que se comba. Que vibra.
Que es hielo. Que está tensionada a tres toneladas. Lista para explotar. Para disolverse. Para disolverme. Para ahogarme. Para tragarme. Para lanzarme silenciosamente al vacío encerrado entre las dos torres.
El cable espera.
Lo desconocido, lo infinito y la gozosa Parca alargan sus brazos y esconden el rostro. Unos brazos de miles, decenas de miles de toneladas de hormigón, vidrio, acero y amenazas. Una boca de 110 plantas de profundidad y más de 400 metros de altura.
Un aullido interior me asalta, el vehemente deseo instintivo de huir.
Pero es demasiado tarde.
El cable está preparado. Mi corazón se encuentra tan fatalmente ligado a ese cable, que cada latido produce un eco; lo produce, y arroja al averno cualquier pensamiento que se le acerque.
Con decisión, mi otro pie se coloca sobre el cable.
Mis ojos captan lo que se levanta frente a mí: la parte superior de la torre norte.
Sesenta metros de cable. El camino está trazado.
Es una línea recta. Que se enrolla sobre sí misma. Que oscila. Que se comba. Que vibra.
Que es hielo. Que está tensionada a tres toneladas. Lista para explotar. Para disolverse. Para disolverme. Para ahogarme. Para tragarme. Para lanzarme silenciosamente al vacío encerrado entre las dos torres.
El cable espera.
Lo desconocido, lo infinito y la gozosa Parca alargan sus brazos y esconden el rostro. Unos brazos de miles, decenas de miles de toneladas de hormigón, vidrio, acero y amenazas. Una boca de 110 plantas de profundidad y más de 400 metros de altura.
Un aullido interior me asalta, el vehemente deseo instintivo de huir.
Pero es demasiado tarde.
El cable está preparado. Mi corazón se encuentra tan fatalmente ligado a ese cable, que cada latido produce un eco; lo produce, y arroja al averno cualquier pensamiento que se le acerque.
Con decisión, mi otro pie se coloca sobre el cable.