Esta tarde,
en un bar de carretera a las afueras de Amarillo,
te he visto desnuda en las fotos
de una revista porno
en las que se imitaban escenas famosas
de las películas de tu hija.
Tus ojos de alcohólica, mirando desesperados
desde las páginas de la revista,
me parecieron los de un perro recién apaleado
que no comprende por qué ha sido apaleado.
Ahora es más de medianoche
y voy hacia el oeste por la interestatal 40
y acabo de pasar una señal de salida para Las vegas, Nuevo Méjico,
donde la revista porno dice que vives.
Al contemplar a través del parabrisas de la furgoneta
las estrellas sobre la oscura y desierta autopista,
te imagino saliendo de algún bar, borracha,
y lanzando una mirada a esas mismas estrellas,
tan lejos.
Esas estrellas están muy lejos,
más lejos aún que las casas de adobe de los millonarios en Santa Fe
o las playas privadas de Malibú.
Están demasiado lejos
para oír tus flirteos por los bares
o las viejas canciones que suenan y se van en mi radio.
Demasiado lejos para importarles si te vas del bar con un desconocido
y demasiado lejos para oler su aliento a cerveza tibia en tu cuello.
Demasiado lejos para importarles si le salgo
de la carretera y caigo en una zanja
o si fumo hasta matarme.
Esas estrellas están demasiado lejos
para ver lo vieja que parece tu cara
cuando sus labios y tu sudor
se llevan tu maquillaje
y demasiado lejos para ver lo vieja que parece la mía
en el espejo retrovisor.
Quizás su distante
e indiferente belleza existe
no para guiarnos,
como señales en la interestatal,
sino sólo para medir
cuánto hemos caído.
Tiro un cigarrillo encendido
por la ventanilla de la furgoneta
y lo veo explotar
contra el asfalto negro,
en la noche negra,
como una galaxia recién nacida.
Dave Alvin, Los malos tiempos ya han quedado atrás