Una mañana de esta última Navidad, estando en Zamora, caminaba por Santa Clara con un amigo cuando me encontré con un pariente. Hacía años que no nos veíamos, demasiados. Nos detuvimos, comentamos la jugada. Me dijo entonces que solía recibir muchas llamadas de teléfono en las que los interlocutores le confundían conmigo. Telefoneaban preguntando por mí. Él, como yo, padece la maldición del nombre compuesto: José Miguel, se llama. Y ambos compartimos el primer apellido: los equívocos están servidos. Supongo que, al buscar en la guía, quienes me buscaban veían un nombre parecido e idéntico apellido y llamaban por teléfono. Quizá no sepan que no vivo ya en Zamora. Quizá no sepan que, aunque tengo un número de teléfono fijo, mi nombre no figura en las Páginas Blancas. Lo siento por mi pariente. Estará harto de esos telefonazos, nunca sabré si de amigos o de enemigos.
Estos últimos días he pensado mucho en ello, en esas torturas telefónicas. Y he pensado en ello porque en los últimos tiempos he perdido la paciencia con las frecuentes llamadas de teléfono que recibo. Son varias llamadas inútiles al día. Gente que me quiere vender algo. Cuando instalamos el teléfono fijo aún conservaba toneladas de paciencia. Escuchaba a los vendedores del otro lado, pues conozco gente que tuvo ese trabajo tan ingrato, el de estar al teléfono llamando a personas que no conocen y que probablemente se enfurecerán, y sentía un poco de pena. Con el tiempo he pasado de la pena y la comprensión a la rabia y la furia. Repito que son varios timbrazos al día, casi siempre de números ocultos. Eso sin contar con las llamadas al portero automático: del cartero del banco, la cartera, el cartero comercial y la china del restaurante, amén de quienes van a arreglar a menudo el ascensor y de quienes van a revisar los contadores del edificio. De manera que cada mañana me levanto veinte veces a coger el teléfono o a abrir el portal, y eso que no he mencionado a los numerosos vendedores a domicilio. Interrumpen mis lecturas, mi escritura, mi concentración. Si algún día decido echar una siesta, lo que no es frecuente porque me roba tiempo, no falla: suena el teléfono y me despiertan de alguna compañía, interesados en que me cambie a su empresa de conexión a internet.
Cada día tomo una decisión cuando veo números ocultos o desconocidos: descuelgo y cuelgo inmediatamente, descuelgo y escucho sin responder hasta que se cansan, descuelgo y les acerco el auricular a los altavoces del ordenador (si tengo música puesta), respondo y escucho cinco o seis segundos antes de colgarles o les digo de malas maneras que no me interesa. Lo siento por ellos, al colgar me entra lástima, pero al principio me mostraba amable y es un error: la amabilidad logra que traten de seducirte, de convencerte. Las peores llamadas son esas en las que la chica en cuestión, porque suele ser una mujer, me pregunta qué tal estoy, cuál es mi papel en la casa y cosas así. He aprendido a despacharlas rápido: “No me interesa, gracias”. El truco es colgar antes de que puedan decir la siguiente palabra. O mentir. En fin, que el teléfono fijo es un engorro. Es la puerta para que se cuelen en tu intimidad las empresas de conexión a internet, de telefonía móvil, de gas natural… Una de las últimas veces me llamó una chica y, tras la habitual batería de preguntas, me dijo que había ganado unos regalos y que me los enviarían esa misma tarde a casa. “¡No me interesa!”, solté. En la adolescencia, allá en Zamora, los graciosos llamaban de madrugada desde cabinas de teléfono, despertando a toda la familia. Más tarde nos dimos de baja.