La atracción por el objeto pornográfico es abstracta en el sentido en que hace desaparecer todo el tejido relacional a su alrededor y, con él, las instituciones que lo organizan. Cuando el espectador ya ha logrado ver su película en la tranquilidad de su casa, hay otro elemento que le sobra: el vídeo aún es demasiado aparatoso; alguien podría entrar e interrumpirlo. Y una vez se ha pasado del vídeo al dvd, aún queda otro protocolo que sale sobrando: el disco hay que comprarlo –ir a una tienda, pagar, salir con él bajo el brazo–; la compra por internet, que para otros es una posibilidad más, para él es un imperativo. Últimos restos del socius: el soporte físico, con su carátula delatora (eliminada con la posibilidad de las descargas), el almacén de productos vergonzantes (sustituido por el disco curo), el número de tarjeta de crédito (innecesario, cuando el porno en internet pasa a ser casi totalmente gratuito, exquisiteces aparte). Y cuando el mundo en torno parece haber desaparecido al fin –cuando el cazador-recolector ya está a solas con sus fetiches–, todavía queda un último vestigio: el ordenador donde se almacena toda esa información. Ése será el paso siguiente, ya anunciado por el programa de pago PayPal. El acto de compra como crimen perfecto: sin sujeto, sin espacio, sin rastro.