Lester Ballard es uno de esos personajes de Cormac McCarthy que, como el de Sutree, se dedican a vivir en soledad. Y no está bien de la cabeza. Un día encuentra un coche con los cadáveres de una pareja y decide tocar el cuerpo de la mujer y luego se lo cepilla. Arrastra a la chica a su cabaña y allí la viste con ropa nueva comprada en una tienda. No será la primera vez. En la próxima es él mismo quien mata a otra chica para saciar su necrofilia.
McCarthy deslumbra, como es habitual, en esta espeluznante novela corta. En algunos pasajes recuerda al Faulkner más sórdido. Una de las virtudes del libro es que, mediante elipsis, el autor sólo nos muestra algunas de las fechorías del protagonista, un hijo de Dios más o menos como tú: unos pocos crímenes, una cueva donde agrupa los cadáveres... De tal manera que el lector debe rellenar los huecos repletos de horrores que McCarthy nos ha hurtado. En la primera parte del libro, además, hay algunos monólogos de otros personajes, a la manera de Mientras agonizo. He aquí una muestra de las atrocidades de Ballard:
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El muerto lo observaba desde el suelo del coche. Ballard le soltó una patada a uno de sus pies para quitárselo de en medio y recogió del suelo las bragas de la chica, las olió y se las metió en el bolsillo. Miró a través de la luna trasera y se quedó escuchando. Arrodillado entre las piernas de la chica se desabrochó la hebilla y se bajó los pantalones.
Un gimnasta enloquecido entrenando sobre un cadáver frío. Le susurró por aquella oreja blanca como la cera todo lo que le habría dicho a una mujer. ¿Quién diría que ella no le oyó? Cuando acabó, se levantó y miró otra vez por la luna trasera del coche. Los cristales se habían empañado. Cogió el dobladillo de la falda de la chica para secarse el sudor. Estaba encima de las piernas del muerto y este todavía tenía el miembro en erección. Ballard se subió los pantalones, se subió al asiento, abrió la puerta y salió fuera a la carretera.
Un gimnasta enloquecido entrenando sobre un cadáver frío. Le susurró por aquella oreja blanca como la cera todo lo que le habría dicho a una mujer. ¿Quién diría que ella no le oyó? Cuando acabó, se levantó y miró otra vez por la luna trasera del coche. Los cristales se habían empañado. Cogió el dobladillo de la falda de la chica para secarse el sudor. Estaba encima de las piernas del muerto y este todavía tenía el miembro en erección. Ballard se subió los pantalones, se subió al asiento, abrió la puerta y salió fuera a la carretera.