El otro día encontré en la prensa un reportaje sobre reporteros y articulistas que escriben sus crónicas, sus reportajes y sus artículos desde casa o desde los ordenadores de los cibercafés. El titular era “Periodistas sin redacción”. Escribir en casa debería ser lo más natural, pues el ruido de las redacciones no siempre facilita la concentración. En el reportaje, que salió publicado en El País, aparecía una cita de Ryszard Kapuściński que yo no conocía y que apunto aquí: “La paradoja de este oficio consiste en que la escritura nace del viaje y el viaje imposibilita la escritura”.
Con lo que no puedo (aunque lo he conseguido cuando hacía falta, a costa de grandes esfuerzos) es con los cibercafés. Mi problema no tiene nada que ver con el ruido ni con la concentración. Tiene que ver con la dificultad de encontrar un ciber. Una vez encontrado, hay que cruzar los dedos para que no estén ocupados todos los ordenadores por chavales que buscan tías en bolas o juegan on line. Si hay sitio libre, tal vez tengamos otros inconvenientes: que la hora de navegación salga muy cara, que la computadora vaya a pilas porque es muy antigua, que la conexión sea mala y una página tarde siglos en abrirse, que el anterior internauta haya dejado el campo lleno de molestos pop-ups, o que estemos en un país en el que no se utiliza la eñe. Mi experiencia, al menos, es mala. Los dos últimos viajes que hice a Ibiza me vi en apuros para hallar un cibercafé decente. Y no es fácil encontrar una silla libre (también es cierto que yo iba a horarios en que hay mucha clientela). En una ocasión, me tocó una señora que no sabía absolutamente nada de informática, aunque estaba a cargo del negocio. Ni siquiera conocía el procesador de textos de Word. Tuve que irme a otra parte porque, además, ni siquiera lo tenían instalado. Tampoco puedo mandar un artículo que carezca de eñes y tildes. Sería como echarles el muerto a las correctoras y que tuvieran que suplir aquello que falta. Y hay otro problema que a los maniáticos nos molesta más: el cambio de teclado. Es como si a un fontanero le prestaran otras herramientas y tuviera que prescindir de las suyas, a las que se ha acostumbrado. Podrá hacer el trabajo, pero no es lo mismo. Cuando uno está habituado a las teclas que casi forman parte de su piel, mover los dedos por un teclado nuevo es un engorro. Uno va más lento, se equivoca a menudo (no todos los teclados son iguales), se desespera, se come las uñas hasta que logra acabar el trabajo luchando contra el tiempo. Habrá otras experiencias sin duda menos engorrosas, pero yo les cuento las mías y no las del vecino.
Lo ideal para quien viaja es el portátil. Yo no tengo ordenador portátil y espero reunir algún día la pasta suficiente para comprarme uno que me sirva de herramienta en los viajes, porque están muy caros. A veces localizo ofertas buenas, pero cuando uno llega a la tienda ya están empaquetando el último para otro comprador. A veces me han prestado el portátil y a veces no. Aunque lo tengas, en algunos hoteles te cobran un riñón por conectarte a internet, como me ocurrió en un hotel de Molsheim, en Estrasburgo. Algunas personas salen a la calle con sus portátiles y buscan una red de wi-fi. Creo que fue en Pastrana donde vi que la gente iba cada poco a sentarse al pie de una tienda o un portal porque había posibilidades de conectarse a la red inalámbrica. Colocaban el portátil entre sus piernas y navegaban allí, en la calle. Envidio a esos pasajeros que, en un vagón de tren o en los aviones, se ponen los auriculares para escapar del ruido, abren su “laptop” y se ponen a escribir allí mismo. Por gusto o por necesidad.