Donde el hombre (y la mujer, y el niño, y el abuelo, y la señora) pierde hoy la dignidad es en los controles de seguridad de los aeropuertos. Los españoles no son tan quisquillosos para efectuar registros. Pero los norteamericanos o los británicos miran a uno con lupa. En el mundo real, en el mundo de la calle, un ciudadano es inocente hasta que se demuestre lo contrario. En las terminales de los aeropuertos, por el contrario, todo el mundo es sospechoso y parece culpable. Le hacen a uno sentirse culpable. A veces lo tratan a uno como si fuera ganado, parte del rebaño, una oveja más que podría esconder un arma en la bota.
He visto de nuevo esas escenas que se repiten en los aeropuertos del extranjero. Mujeres caminando descalzas hacia el detector de metales. Señoras con calcetines rosas que pierden un poco su elegancia madura cuando son obligadas a descalzarse delante de desconocidos (el pie también es erótico, descalzarse también forma parte del juego sexual: y si no, que se lo pregunten a Tarantino). Hombres que tienen que agacharse para deshacer los nudos de las botas de montaña, tan difíciles de atar y desatar. Tipos a los que un agente registra de arriba abajo, palpándoles los brazos, las ingles, las piernas; tipos que se ponen en cruz mientras un extraño toca por aquí y por allá, en busca de un cuchillo o cualquier otra arma. Gente a la que preguntan si, dentro del equipaje de mano que va a pasar por el escáner, lleva ordenador portátil, botes de spray, tijeras u otros objetos sospechosos, a pesar de que ellos mismos van a ver por la pantalla el contenido de ese equipaje de mano. Ves a personas (o tú mismo lo sufres) sacando la cartera, el móvil y las llaves del bolsillo, despojándose de abrigo y reloj, quitándose el cinturón, desprendiéndose de las botas. A un hombre no se le puede ordenar que se quite el cinturón, sobre todo si es un hombre en la madurez; el cinto sujeta los pantalones, no es una mera decoración. Un señor de calva y pelo blanco, sentado en la butaca de mi izquierda en el avión, me dijo sorprendido y ofendido que le habían hecho quitarse el cinturón. “También a mí, y tuve que descalzarme. Por las botas”, le respondí. A una mujer no se le puede ordenar que se quite el calzado porque ellas siempre llevan parte de su elegancia y de su identidad en las botas y en los zapatos.
He visto a personas (o yo mismo lo he sufrido, o alguien cercano a mí) avanzar hacia el detector de metales sin el cinturón, sin sus botas, en calcetines, sintiéndose desnudas y desprotegidas mientras miran a fondo su equipaje. Y luego he visto cómo han detectado, en el interior de la maleta, algo que parece sospechoso. Y he visto cómo una mujer, sin miramientos, abría el equipaje e iba sacando, allí mismo, las camisetas ya sucias, la ropa interior, los souvenirs comprados antes del regreso, los pantalones, los jerseys, registrando los recovecos más íntimos de la maleta, a la búsqueda de no se sabe qué. Y luego ha visto la bolsa de plástico que contiene el neceser, con todo metido en pequeños frascos y bolsitas que cumplen la normativa, y ha mirado y remirado y vuelto a pasar por el escáner esa misma bolsa, en la que hay frasquitos de colonia, peines, tubos diminutos de pasta de dientes y cosas así. Y, tras no hallar nada digno de peligro, ha permitido proseguir la ruta, y que sea la persona registrada quien tenga que volver a ordenar su maleta, sin que ésta sepa si guardar aprisa la ropa interior o ponerse antes las botas. Allí, delante de todo el mundo. Mientras te roban la dignidad. Y he visto cómo, apenas diez segundos después, otro agente ordenaba a esas mismas personas descalzarse de nuevo, y pasar la maleta y los objetos personales por el escáner.