Hace un año un amigo mío estuvo destinado en Afganistán. Para más señas: zamorano y colega desde la infancia, desde los primeros cursos del colegio. La gente se sorprende cuando comprueba que seguimos saliendo juntos tantos amigos, en panda, desde que nos conocimos en la escuela. Unos meses después de regresar él, por fin, a España, enviaron a Afganistán a otro amigo soldado. A éste lo conocí en Madrid, y en dicha ciudad tiene su casa. Cuando el otro día me conecté a internet y vi en las noticias que habían muerto dos soldados españoles en un ataque suicida, me dio un vuelco el corazón. Pero no era él. Ni estaba entre los heridos. Fue un alivio, pero también lo sentí mucho por los españoles asesinados. Van allí a jugarse el cuello y nunca se les agradece lo suficiente. Regresan golpeados por la visión de la muerte, del hambre y la miseria y luego comprueban que en nuestro país a la gente le da igual. No es muy diferente a lo que ocurrió con la guerra de Vietnam y que hemos visto en numerosas películas del género: el tío que regresa con el pelo largo y al que ni siquiera reconocen su condición de héroe, como le sucedía a John Rambo en “Acorralado”. Y lo digo totalmente en serio. De vuelta, además, les da el bajón.
Mi colega llegará este viernes a España, tras su estancia de varios meses en aquella tierra, al norte del país. Antes de su partida coincidí con él y su pareja en una boda. Los dos sabíamos que en Afganistán hay más tomate del que nos cuentan. Ocurren unas cuantas historias que nadie nos revela. Que se silencian. Resumiendo: en aquel país los soldados españoles tienen que tirar de gatillo más de lo que les gustaría. La mitad del tiempo, se aburren. La otra mitad se les hace un nudo en la garganta cuando deben explorar pueblos apartados y tierras silenciosas y caminos áridos en los que el enemigo puede estar al acecho. Recuerdo el día aquel de la boda. Es justo decir que él y yo y un par de personas más no entramos a la iglesia, sino que nos fuimos a tomar una caña al bar de la esquina. Tras la ceremonia y mientras la pareja se hacía fotos con la familia, entramos en una cafetería para hacer tiempo hasta la cena. Hablábamos de Afganistán. De su viaje. En breve le tocaba hacer el petate e ir allí a jugarse la piel. A unos metros de la cafetería estaba El Corte Inglés. Sección librería. Dije: “Ahora vuelvo”. Entré en la tienda y busqué un libro que había leído unas semanas atrás. “Una oración por la lluvia. Historias de Afganistán”, del reportero Wojciech Jagielski. Un documento impresionante sobre ese territorio. Las crónicas de este periodista tras viajar al país durante casi diez años. Para mí es una guía útil de lo que significa aquello: los talibanes, los muyahidines, las guerras continuas, el sistema de castas. Compré un ejemplar, le pedí a la dependienta que me lo envolviera para regalo, volví a la cafetería y se lo entregué a aquel amigo. Le dije que le serviría para conocer lo que allí se cuece de verdad. Para conocer el presente, pero sobre todo el pasado. El por qué de la situación actual. Creo que le sorprendió mi gesto, por inesperado, pero le gustó. Espero que lo haya leído. Que le acompañara en los ratos de soledad o en las noches con insomnio, si las ha padecido. No tardaré en saberlo.
Estos días regresan a España los contingentes de soldados que se marcharon hace unos meses. También deberían recibir homenajes cuando regresan enteros. Son quienes están dando la cara. Quienes se la juegan. En nuestro país da la sensación de que a nadie le importa. Es una sensación, ya digo. Pero no se aleja mucho de la verdad. Lean el libro de Jagielski si quieren conocer la vida en Afganistán.