Me llegan ecos desde Zamora: gente que no se cree algunos de los episodios que cuento sobre Madrid, o que piensan que he utilizado la imaginación al relatar las historias que veo, comparto o me suceden a mí. Por si no lo saben, es más difícil ponerse a imaginar una historia que contar lo que uno ha visto el día anterior, y además, si lo hiciera, si me pusiera a pergeñar anécdotas falsas para el periódico tendría problemas con mi director y con mi conciencia. Eso es lo que le pasó al periodista Stephen Glass (hay película al respecto: “El precio de la verdad”).
Le he estado dando vueltas al tema y sospecho que esto tiene una explicación. Porque la vida en dos ciudades tan opuestas como Zamora y Madrid es muy distinta. En Zamora se vive sometido a otro ritmo. No parece que el tiempo transcurra ni parece que exista algo que pueda sacar a la gente de su letargo. Hasta que ocurre lo inesperado y pilla a sus habitantes desprevenidos: cuando hay tiroteos, asesinatos a sangre fría, persecuciones o accidentes que marcan a los ciudadanos. Es entonces cuando quienes viven allí se preguntan cómo ha ocurrido aquello, si nunca pasa nada. Nunca pasa nada: hasta que ocurre, que diría el otro. Esas cosas suceden, no salen sólo en los telediarios y en las películas. Zamora, sin embargo, se mueve a otro ritmo, casi podríamos afirmar que con lentitud, y ello desemboca en cierta monotonía. En las ciudades grandes, como Madrid, el asunto es muy distinto. Madrid es una ciudad tan enloquecida y sobrenatural que puede suceder cualquier cosa. Y sucede. Y te estalla en los morros, quieras o no quieras, te guste o no te guste, te lo propongas o no. Si uno ha vivido en mi ciudad, o todavía vive allí, existen dos maneras de reaccionar ante lo insólito: no creérselo; o asombrarse mucho. Lo primero es síntoma de algunos de sus habitantes. Lo segundo me ocurre a mí, que no logro quitarme la boina (y tampoco quiero). Quienes llevan más tiempo que yo viviendo en Madrid o Barcelona ya no se sorprenden. Es como aquella tarde en que, caminando junto a mis colegas, se cruzó por delante el mismísimo Willem Dafoe. A mí casi me da un ataque. Insistí en que era el actor. Y ellos lo comprobaron. Y dijeron: “Bueno, sí, ¿y qué?”.
Es la magia de Madrid. Su condición de hacha de doble filo: puede cruzarse en tu camino lo mejor, pero también lo peor. Las situaciones que he vivido aquí jamás pensé que podría vivirlas, que estaban destinadas a las novelas y a los noticiarios de países remotos. Sólo aquí pueden ocurrir estas historias que en este rincón o en mi blog voy contando. Que un tipo llame a mi timbre preguntando por Joaquín Sabina. Que atraviese la plaza próxima a mi calle y vea en un banco a David Trueba y a Ariadna Gil y me dirija al supermercado y esté allí, comprando, Marta Belaustegui. Que vea pasar a mi lado a Ian Gibson. Que vaya al cine y en la cola, detrás de mí, o luego en la fila de atrás, estén algunos de los actores españoles que admiro. Sólo aquí puede suceder que venga mi madre de visita y ese día veamos desde el balcón una reyerta multitudinaria en la que un tipo empuña un machete. Que camine por ahí y me encuentre sin saberlo con una batalla de cascotes entre fascistas y antifascistas, con los antidisturbios en medio. Que oiga jaleo junto al portal y la secreta esté bregando con un camello. Que baje a comprar el pan y me encuentre con Fele Martínez. Que un extraño viva en nuestro edificio, escondiéndose por las noches en las escaleras de acceso a la terraza. Que un traficante me ofrezca hachís, speed y una pistola. Y mil historias más. Yo me asombro, mis amigos no se extrañan y algunos en Zamora no se las creen.