Aleksandar Hemon tenía diez años cuando leyó por primera vez el volumen “Los mejores espías de la Segunda Guerra Mundial”. En sus páginas se contaba la historia de Richard Sorge, un espía soviético que trabajó en Tokio y “llegó a ser agregado de prensa en la embajada alemana”. Sorge informó del ataque inminente de Hitler a la Unión Soviética, dato que había recabado de sus investigaciones en la sombra. El documento llegó a Stalin, que no hizo caso del informe, y éste fue archivado en “Información equívoca y dudosa”. El agente supo que en Tokio vigilaban con lupa cada uno de sus pasos, que siempre llevaba pegados al cogote informadores que sospechaban de sus actividades. En el treinta y cuatro lo admitieron en el Partido Nazi de Tokio. En el cuarenta y uno, miembros de la Policía Ideológica fueron a detenerlo a su apartamento. Hubo interrogatorios y sesiones de tortura, pero Sorge no firmó ninguna confesión. Fue sentenciado a morir en la horca. En algunos reportajes de internet se afirma que posiblemente Sorge fuera el mejor espía de la Segunda Guerra Mundial, dada la veracidad y competencia de sus informes. Fue convertido en Héroe de la Unión Soviética, e incluso crearon un sello en su honor.
La historia de Richard Sorge fascinó tanto a Aleksandar Hemon, a los diez años, que empezó a pensar que su propio padre era un espía. Fue en el setenta y cinco, en Sarajevo, su ciudad natal. Los continuos viajes del cabeza de familia, sus desapariciones, los regalos que le traía de la Unión Soviética y sus fantasías de niño hicieron que esas sospechas se incrementaran. A veces entraba en el dormitorio de sus padres tratando de encontrar pruebas de ese trabajo de agente doble que, supuso él, ejercía su padre. Ansiaba hallar los artilugios que, creía, eran propios de las labores de un espía: cámaras ocultas en cajas de cerillas, plumas dotadas de veneno, disfraces para camuflarse ante los enemigos, etcétera. En aquella época, al niño Hemon le hicieron creer que el Mariscal Tito controlaba las vidas de los ciudadanos mediante cámaras de vigilancia instaladas en las casas. Él creía que una de ellas estaba dentro de la televisión. El padre de Hemon no era un espía, sino un ingeniero. Pero poco después fue detenido y condenado a varios años de prisión.
En el noventa y dos, Aleksandar Hemon fue a Chicago en viaje de placer. Se alojó en casa de una amiga. En la televisión retransmitían la invasión serbia de Bosnia. El sitio de Sarajevo. Su hogar convertido en un amasijo de sangre, lágrimas, ruina y cadáveres. Hemon, que ya era escritor, optó por quedarse en los Estados Unidos. Aprendió a escribir en inglés y publicó un libro que compendiaba ocho relatos sobre sus orígenes, el pasado de la familia y su condición de hombre de ninguna parte, un libro titulado “La cuestión de Bruno”. En uno de los cuentos de ese libro magistral, Hemon contó la historia del espía Richard Sorge y de sus sospechas infantiles. El relato es admirable, y deberían recomendar su lectura en los institutos y en las universidades. Hemon narra la historia de su padre (falso espía) y, de manera paralela, nos cuenta mediante notas a pie de página e imágenes la biografía de Sorge. Así, ambos relatos se unen en el punto inicial, y luego se bifurcan. El talento de Hemon deja boquiabierto a un lector. Tras el espléndido volumen de relatos, publicó una novela: “El hombre de ninguna parte”, que toma su título del tema beatle “Nowhere Man”. Ambos libros pueden encontrarse en Anagrama. Y en breve se publicará en España el tercero: “The Lazarus Proyect”. El talento de Hemon rompe moldes.