lunes, noviembre 03, 2008

De paso

El emigrante, lo sea por gusto o por necesidad, a menudo se siente como si no perteneciera a ningún sitio. Hablo por experiencia propia, pero sé que a otros les ocurre lo mismo. Quien se muda a otra ciudad no suele perder la conexión con su tierra, con el lugar en el que se ha criado, al que pertenecen su infancia, su adolescencia y su formación: siempre quedan atrás los recuerdos, los amigos y la familia. Algunas personas no volverían a su tierra si no fuese para cenar con sus padres o con sus hermanos en Navidad: porque echan anclas demasiado sólidas en países lejanos, o porque creen que ya no pertenecen a su ciudad o a su pueblo, o porque salieron quemados de allí. Los hay que, transcurridos unos años de exilio y de renegar de su tierra, acaban reconciliándose con ella (prefiero no citar a nadie famoso), lo cual sin duda les granjea premios y homenajes. En Madrid es habitual encontrarse con gente de Zamora, o sea, mi ciudad. En algunos eventos, en fiestas de cumpleaños, en conciertos, siempre hay alguien que pregunta, asombrado: “¿Y todos sois de Zamora?”.
Cuando vives en un sitio en el que no naciste ni te has criado, la gente se obstina en preguntar de dónde eres. Quieren saber tu historia, los pasos que diste en el camino para llegar a donde has llegado y vivir donde vives. Al final todo el mundo da tumbos. Unos más que otros. Suele sucederme en Madrid que la gente a la que acabo de conocer o conozco desde no hace mucho crea que no vivo allí: “¿Pero tú no vives en Zamora?”. No, vivo en Madrid. Algunas personas también se descolocan cuando me ven por mi tierra, frecuentando bares o restaurantes: “¿Estás viviendo aquí, verdad?”. No, aquí ya no vivo, pero vengo una vez al mes. En mi caso particular, la gente aún se lía más porque vivo en una ciudad y escribo artículos para otra. Eso siempre despista a la gente. Quizá no han asumido que, con internet, las cosas han cambiado. Puedes vivir en Barcelona y colaborar en un periódico de Londres. Ya no es necesario que mandes el texto por fax o que vayas a pie a la redacción para entregar el original, quizá manchado de tachaduras. Esto ya no se lleva, pero los de la vieja escuela, los que siguen utilizando máquina de escribir y tippex, aún lo hacen.
Cuando se acercan las fechas emblemáticas (pongamos por caso: Semana Santa, Navidad), y los ciudadanos se vuelcan en actos en los que te consideras un intruso porque ese no es tu lugar de origen, estás deseando irte. Quieres volver a tu tierra porque sólo allí te reencontrarás a quienes habitaron tus primeros años. No aguantarías pasar la Nochebuena en una ciudad que no es la tuya. O puede que te haya tocado hacerlo por motivos de trabajo o paternidad. No acabas de encontrar tu lugar porque sospechas que, en el fondo y salvo que eches raíces muy sólidas (descendencia, etcétera), algún día volverás a tu tierra para la jubilación, los años de retiro y el alejamiento de las calles en las que te movías para ir a trabajar. Pero, cuando vuelves a casa por Navidad o por Semana Santa, tampoco logras desprenderte del sentimiento de estar de paso. De ser un viajero. De ser el tío que, tras la farra de Nochevieja, se sube al coche o al autobús y vuelve a largarse. Hasta la próxima. Hasta dentro de un mes o de un año. O de cuando toque. Así que el emigrante tiene un pie en el pasado (su tierra, donde están sus raíces y su formación), otro en el presente (la ciudad en la que se ha establecido y donde trabaja) y una duda sobre su futuro (¿Pasaré aquí la vejez o volveré a mis orígenes?). Uno se siente como si estuviera de paso en todas partes. Como si ya no perteneciera a ningún sitio en concreto.