En la prensa aparece un reportaje sobre cómo hablar de libros que uno no ha leído. Sobre las maneras de mentir con habilidad para quedar bien en sociedad y que no se descubra que no has leído a tal o cual clásico. Viene a cuento de la publicación en España de “Cómo hablar de los libros que no se han leído”. Aún no he podido echarle un vistazo, pero lo buscaré en las librerías para saber si me engancha o no. La primera vez que uno se entera de ese título cree que se trata de uno de esos manuales llenos de chorradas y consejos ridículos. Este, dicen, no es el caso. Lo ha escrito un francés, Pierre Bayard, y cuentan que tiene cierto toque intelectual y humorístico que lo aleja de los manuales de autoayuda. No es un libro contra la literatura, sino todo lo contrario. Este reportaje y la mención del ensayo de Bayard me traen a la memoria unos cuantos casos de mentiras en torno las lecturas.
En cierta ocasión le pregunté a una chica si había leído “Don Quijote de la Mancha”. Yo iba por mi segunda lectura y uno de mis amigos también y en aquellos días nos las dábamos de eruditos. Respondió con titubeos: “Bueno, he leído algunas partes. He visto la serie de televisión”. Traducción inmediata: “No lo he leído”. Cuando alguien asegura haber leído fragmentos o partes de un libro es que ni siquiera lo ha abierto. O peor aún: que ha leído el primer párrafo y lo ha abandonado. En su respuesta se la notaba incómoda. Y no debería ser así. Si uno no ha leído a cierto clásico, mejor aún: eso significa que tiene la posibilidad y la suerte de saborear una primera lectura. La primera vez suele ser la mejor. La emoción del hallazgo es comparable con pocas cosas. Puedes releer “El Conde de Montecristo”, pero la emoción inicial no volverá. Porque ya lo conoces todo. En estos casos, cuando se habla de clásicos y de lecturas indiscutibles, y uno no los ha leído, es mejor decir la verdad. Hace años un amigo me preguntó si conocía la obra de cierto clásico griego. Le dije que no. Se llevó a las manos a la cabeza, escandalizado: “¡¿No has leído ese libro?!”. Y repetí: “No. Aún no”. Incluso creo que es mejor reconocer ciertas lagunas que mostrar a los invitados a tomar el té una biblioteca colmada de clásicos que nadie de la casa ha leído, ni siquiera abierto, pero que se adquirieron para darse solera ante las visitas.
El caso de los libros que no se han leído era típico en mis tiempos de estudiante, y supongo que ahora también lo es (pero yo hablo de mi experiencia). Una vez, en el instituto, un alumno me pidió que le contara el argumento de un libro porque era incapaz de leérselo o no quería hacerlo. Me lo pidió porque nos exigían un trabajo al respecto, un trabajo o redacción sobre ese volumen, cuyo título he olvidado. Lo más divertido ocurría en la Facultad de Periodismo. Igual lo he contado ya aquí, o igual no, pero todos tenemos mala memoria, así que no importa. El caso es que un profesor con cara de Jaimito se empeñó en hacernos leer un libro al mes y otro cada trimestre. Ojo, me refiero a libros insoportables, soporíferos, manuales de tecnicismos y parrafadas, textos aburridísimos, y nosotros, los alumnos, por entonces devorábamos varias libros a la semana, novelas y cuentos de nuestra elección. Así que, para no afrontar esa penosa tarea (leer las primeras líneas lo arrojaba a uno de cabeza al sopor), leíamos la contraportada, la biografía del autor, el principio y el final, y de ahí sacábamos el mejunje para llenar el examen o el trabajo. Una pena que, entonces, no tuviéramos internet, porque hoy existe una web donde picotean muchos estudiantes, “El rincón del vago”, que nos hubiera ahorrado trabajo.