Después del cansancio que me reportó mi última farra en Zamora, me digo que tengo que dejar de salir de noche. Al menos en Madrid, donde las copas son más caras, a veces meten garrafón y a veces tengo que utilizar distintos medios de transporte para moverme de un barrio a otro. Un par de días después lo incumplo. Es fin de semana y me he prometido un día tranquilo. Visitas a los amigos. Películas de dvd en casa, por la noche. Irse pronto a la cama. Entonces me llama por teléfono un colega zamorano. Él y otro amigo están en la ciudad, de paso. Y cuando un amigo está de paso y te llama, no hay que darle la espalda, salvo que uno tenga compromisos ineludibles o esté trabajando. Me apetecía verlos y me dije que iría allá donde estuviesen. Y estaban en un bar próximo a la glorieta de Bilbao, o sea, a un paso de Malasaña. Pero yo me encontraba muy lejos, a las afueras de Madrid. Quería coger el metro, y el metro cierra en torno a la una y media. Cuando quise darme cuenta eran las dos y cuarenta de la madrugada. Ese día anunciaron en la prensa que el metro ampliaría sus horarios nocturnos en fin de semana. Pero la ampliación empezaba al día siguiente.
Fuimos a una parada de autobús. Es una parada que me trae numerosos recuerdos porque allí esperaba al bus en los tiempos en los que me alojé en casa de mis tíos, que viven al lado. En esa misma parada el Asesino de la Baraja mató a una persona hace años. Son casi las dos de la madrugada y no se ve un alma. Ni siquiera veo gatos, y hay muchos por esa zona. Los he visto unas horas antes: tumbados en los jardines, en manada, tranquilos. Subimos al autobús. La única parada cercana al punto al que necesitamos ir es Cibeles, donde todos los transportes nocturnos van a parar en las noches de fin de semana. Aquello es una jauría de taxis a la carrera, flotas de autobuses y demás. En Cibeles siempre parece haber fiesta, jaleo, ruido, tráfico, muchedumbres. Tras bajar del autobús, buscamos un taxi. El taxista nos lleva a la glorieta de Bilbao. Casi seis euros. Reencontramos a nuestros amigos. Vamos a un bar y tomamos una copa. Al acabarla, decidimos ir por Malasaña. Son las tres y media y ya están cerrando los garitos. Queremos beber la segunda y última. Pretendo tomarme las cosas con calma aunque al final haya salido un rato, contraviniendo mis planes.
Vamos a un local que, al contrario que otros, cierran más tarde. Le pregunto al tipo de la puerta y me lo confirma. Hay una cola demasiado larga para entrar, pero decidimos seguir allí hasta que llegue nuestro turno. No hay muchos más sitios a los que ir. Por si no sabes cómo funciona, te lo cuento. El portero suele esperar a que salga una tanda de gente. E intercambia una por otra. Si salen cinco personas, permite la entrada de otras cinco. Mientras aguardamos, los vendedores ambulantes chinos nos ofrecen sus latas de cerveza. La espera es demasiado larga y decidimos comprar tres latas para cuatro. A euro la lata. Para entrar, hay que darle al portero siete euros por cabeza. A cambio, te sirven una copa en la barra. Con sus condiciones, claro: “Si quieres Jack Daniels, lleva un suplemento de cincuenta céntimos”. Y ese suplemento vale para el Bombay Saphir y otros licores. La música es buena: Jimi Hendrix, The Doors y otros clásicos de la época. Cuando salimos del bar ya es muy tarde y no hay medios de transporte por allí. Llueve. Volvemos a casa a pie. Una larga caminata entre charcos de lluvia. Larguísima. Se me calan las zapatillas. Se me empapa el pelo y la ropa. Al final, dos copas me salen caras, y al día siguiente noto que para colmo nos han metido garrafón. Pero vimos a mis colegas. Y eso es lo que importa.