Me gusta ir por los centros comerciales, especialmente en domingo. Esto es algo que yo echo de menos en Zamora y antaño, cuando vivía allí, notaba su falta sin saberlo. Entiéndase que me refiero, con esto último, a que los domingos suelen ser días tristes, en los que nos dominan la abulia y el desasosiego, los cuales procuramos solventar o mitigar yendo al cine, y a veces ni eso porque suele haber numerosos borregos entre el público de las ocho de la tarde. La gran pregunta del hombre al despertarse en domingo siempre es la misma: “Bueno, ¿y qué hago hoy?”. No es conveniente darse a la juerga porque el lunes se madruga, sea para trabajar, para ir a clase o para buscarse un oficio. En ciudades como Zamora no se puede ir de tiendas porque están cerradas. Puedes alquilar un dvd en el videoclub más cercano, pero acabas metido en casa y el encierro acentúa esa depresión dominical, que por fortuna es pasajera. Queda la opción de ir al campo o a la montaña, de excursión y si el clima acompaña, pero ambas opciones no interesan porque son demasiado típicas y porque entonces uno corre el riesgo de convertirse en un dominguero. Puedes ir a los bares y a las cafeterías, pero estás apañado si no te gusta la clásica retransmisión de fútbol en domingo. Tengo un colega que dedica el domingo a las sesiones de sofá, lo cual no está nada mal si la noche anterior has salido y estás cansado y optas por una película, pero en el fondo resulta un poco triste si estás solo. El domingo es como una maldición y, hagas lo que hagas, no vas a salir de la apatía.
Pero puedes entretenerte un rato. Durante años iba al cine en las tardes de domingo. En Madrid estoy abandonando esa costumbre porque siempre me tocan un par de gañanes al lado o en la butaca de atrás. O se me sienta delante el clásico tipo alto con el pelo largo y encrespado, y sus cabellos me tapan las letras de los subtítulos. Por eso agradezco sobremanera que los centros comerciales estén abiertos al final de la semana. Y con centros comerciales me refiero, principalmente, a Fnac y La Casa del Libro. Y también, a veces, al Corte Inglés. No suelo comprar los domingos. No suelo consumir. Voy allí y me basta con caminar entre la gente. Me basta con mirar. Algunas tardes de domingo he ido a comprar algo y, acaso por esa apatía dominical que nos sacude a tantos, me he ido con las manos vacías. Feliz, distraído, pero sin ganas de comprar. No es raro que vuelva el lunes y compre aquello cuya adquisición he aplazado el día anterior. Soy más raro que las sopas de ajo, como suele decirse.
Existe una ventaja para estos merodeos, y es que el domingo por la tarde, próxima la hora de cierre, no hay muchas personas en las plantas que frecuento. No hay agobios. La apatía se disfraza cuando me meto en la planta de discos y me pongo a ver las últimas novedades, aunque yo gasto poco en discos. Se olvida cuando busco y rebusco entre los anaqueles de libros y tanteo lo que quiero leer y lo que no. Cuando observo las ofertas de películas. Con tanto colorido (portadas, carátulas, carteles, cebos comerciales) uno se distrae, igual que si viajara a un barrio que no conoce muy bien. Me entenderán quienes hayan visto “Mallrats”, con esos tipos para quienes la vida no se comprende sin la existencia del centro comercial, un sitio donde pasar las horas, matar la tarde, consumir si te apetece y olvidar el aplastante tono gris de los malditos domingos. Cuando voy a Zamora echo de menos esa posibilidad. No olvido que, si todos los compradores de domingo fueran sólo a mirar, sería la ruina. Pero me siento más cómodo en Fnac que en un museo.