Tan extraño título no es de mi cosecha, y de ahí el recurso de las comillas. Proviene de uno de los relatos del escritor David Foster Wallace, quien se suicidó en la noche del pasado viernes, doce de septiembre. Su mujer encontró el cadáver en casa. Se había ahorcado. La noticia, sin embargo, tardó unas veinticuatro horas en propagarse. D.F.W. tenía sólo cuarenta y seis años. Su muerte ha sido un mazazo para quienes admirábamos su trabajo, para quienes teníamos todos sus libros en casa (los que se han publicado en España, gracias a Mondadori y a la traducción del escritor Javier Calvo). Hasta ahora, el titular más acertado, más próximo a la verdad, lo he encontrado en El Periódico: “La muerte de David Foster Wallace conmociona al mundo de las letras”. Esa es la palabra justa: conmociona. No es exagerada. Nos ha conmocionado. Lo que asusta no es, claro, la muerte, sino la opción de suicidarse. No lo esperaba de Wallace. “El suicidio como una especie de regalo” cuenta la historia de un mal hijo cuyas fechorías destrozan a una madre que, pese a todo, lo ama porque es el fruto de su vientre; al final, y para compensarla, el hijo se quita la vida. Está incluido en el que, tal vez, sea el libro más oscuro del autor: “Entrevistas breves con hombres repulsivos” (el actor John Krasinski, por cierto, ha dirigido la adaptación al cine: la película se encuentra en postproducción). Demos un repaso a algunos de los títulos de esta colección de relatos: “La muerte no es el final”, “La persona deprimida”, “En su lecho de muerte, cogiéndote la mano, el padre del aclamado nuevo dramaturgo joven y alternativo pide un favor”. O el que encabeza este artículo. Todos ellos, a simple vista, sombríos y fúnebres. Tal vez ahí, volviendo a leer su obra, encontremos el germen de su decisión, las razones de su muerte. Cuentan que tenía tendencias suicidas.
Me lo dijo David González por teléfono, a los pocos minutos de enterarnos de su muerte: “¿Por qué se suicida alguien que lo tiene todo?”. Eso me pregunté yo también, pues D.F.W. ha alcanzado logros espectaculares: ha atraído a más de una generación de escritores, críticos y lectores, que en la red llenan sus blogs con títulos sacados de sus libros y le rinden culto desde hace años; ha sido considerado uno de los mejores autores, y más influyentes, de las letras actuales; era el máximo exponente del postmodernismo; su manera de enfocar los reportajes dio un vuelco al periodismo literario; su prosa enciclopédica y repleta de notas al pie y de digresiones ha sido una referencia en literatos contemporáneos a la hora de escribir. Wallace estaba casado, daba clases de escritura creativa en la Universidad de Pomona y, en casi todas las fotografías que encontramos de él, aparece sonriente, satisfecho, como si la vida no pudiera ofrecerle ya más y él se hubiese conformado. Tenía más pinta de cantautor independiente que de escritor: véanse sus apariciones en YouTube o esas fotos en las que comparece con el pelo largo, un pañuelo en la cabeza (a veces un gorro) y el rostro sin afeitar.
Escribía ayer Vicente Luis Mora en su blog: “Me pregunto si Wallace va a ser el Kurt Cobain de la narrativa norteamericana. No lo sé, es demasiado pronto para saberlo”. Yo creo que sí, que D.F.W. va a ser a la literatura postmoderna lo que Cobain al grunge. Alguien que cambió las reglas del juego, que supuso una sorpresa, que dio la vuelta a los conceptos. Quedan sus libros para que indaguemos en ellos, quedan las mil páginas de su novela río, “La broma infinita”. Para quien jamás haya leído algo suyo, recomiendo los reportajes y ensayos de “Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer”. Puro D.F.W., símbolo de una generación quemada.