Sintra. Una localidad demasiado agobiada por el turismo y lo que eso comporta: numerosas tiendas de souvenirs, restaurantes con cebos para atrapar al extranjero, cientos de excursiones. Aquí y allá se recuerda el nombre de Lord Byron, enamorado de esta región. Mientras hacemos kilómetros para llegar a este entorno fabuloso, observo las indicaciones, la cantidad de carteles. Y digo en voz alta: “Todos los caminos conducen a Sintra”. Luego me entero de que esa frase ya la dijo José Saramago. Entramos en el Castillo de los Moros. Pagamos entrada. El paseo satisface y aprovecha mucho: bosques frondosos, aire puro, almenas sólidas, vistas privilegiadas, iglesias en ruinas. En las cuevas se ve la huella del hombre: heces y papel higiénico. Esto no podía faltar y demuestra que el ser humano siempre está manchando cuanto pisa. Vemos el osario, las cisternas, los silos. A la salida, dos gatos merodean entre quienes entran y salen del recinto. Se dejan tocar y fotografiar. Acaricio a uno de ellos, un felino atigrado y tuerto y cariñoso con el que me hago fotos. La siguiente parada es el Palácio da Pena, que engloba varios estilos arquitectónicos. Hermoso por fuera y lujoso por dentro y muy bien conservado, con todo en perfecto estado: las camas, los orinales, los escritorios, las sillas, las mesas, los cortinajes, los sofás, y, en general, el mobiliario al completo y demás parafernalia de la monarquía, indicios evidentes de que aquellos capullos no vivían nada mal. Cobran dos euros por llevarte en un tren que sube una cuesta por la que se tarda en ir, a pie, apenas cinco minutos. Preferimos caminar. Es visita obligada el Cabo da Roca, conocido también como “el punto más occidental de la Europa continental”. Un faro, un acantilado y una placa sobre la piedra, con versos del poeta Luís de Camões: “Aquí… donde la tierra se acaba y el mar comienza”.
Estoril. Vemos por fuera el célebre Casino de Estoril, dentro del que se rodaron escenas de una película de James Bond, “007. Al servicio secreto de su majestad”. Ni siquiera nos planteamos la entrada: tenemos zapatillas, barba de tres días, camisetas y poco poder adquisitivo. Frente al edificio, cruzando la carretera, está la playa, llena de bañistas negros y gente blanca tomando el sol. Pedimos un refresco en un bar a pie de playa, para quitarnos el reseco del calor de la tarde. Unos cuantos policías beben algo en la barra y uno de ellos es calcado a Morgan Freeman, y se nota que él lo sabe. Me quedo con ganas de zambullirme, pero no hemos venido provistos de lo necesario y tampoco quiero continuar el viaje con el salitre pegado a la piel. Mientras los pobres se bañan en el mar, los ricos gastan su dinero en el casino. Nadie dijo que la vida fuera justa.
Cascais. Cerca de allí encontramos uno de los sitios más misteriosos que he visitado nunca: la Boca del Infierno. Acantilados, agujeros excavados en la roca, olas que rompen de manera brutal, una vista alucinante, propia de “Peter Pan”, digna de una novela de aventuras y de piratas. Por aquí rodó Amando de Ossorio su película de culto, “La noche del terror ciego”. Observo hacia abajo, desde el mirador, e imagino al Capitán Garfio entrando en este recodo del diablo en una barca, con Smee a los remos y la Princesa Tigrilla de rehén. Y a Peter Pan sobrevolando el lugar, al acecho. Leo una placa que reproduce la carta que el ocultista, escritor y poeta Alesteir Crowley escribió a una mujer, simulando su suicidio en la Boca del Infierno. La placa menciona también a Fernando Pessoa, apasionado del ocultismo a quien Crowley quería conocer en persona. Caminamos entre las rocas: vemos percebes, cangrejos y mejillones. Olfateo el agua, siento la brisa en el pelo, miro el cielo. Me fascina.