La primera obra de William S. Burroughs que leí fue “El almuerzo desnudo”. Es la traducción oficial de “Naked Lunch”, un título propuesto por Jack Kerouac, pero otros traductores optan por “Almuerzo al desnudo”. La expresión hace referencia a “la dosis del adicto”, apunta J. G. Ballard en su “Guía del usuario para el nuevo milenio”, pero también es “un instante helado en el que todos ven lo que hay en la punta de sus tenedores” (Burroughs, en la introducción). Leí el libro hace años. Lo detesté entonces. Luego supe por qué. La edición era rudimentaria. Me pareció que la traducción flojeaba un poco; el traductor es el mismo en las nuevas ediciones, pero el libro ha mejorado y hay cambios: luego volveremos sobre ello. No lograba comprender nada y no quise saber de aquel escritor experto en drogas y en mundos alucinados hasta muchos años después. Ahora sé que Burroughs tiene dos clases de libros. Los que escribe con los pies en el suelo: “Yonqui” o “Queer” (“Marica”). Y los que escribe totalmente absorbido por las drogas, como “La máquina blanda” o “El almuerzo desnudo”. Leí los primeros. Me fascinaron. Me asombró su análisis helado y riguroso sobre los efectos de la aguja en vena y otras sustancias. Su crudeza. Su poesía. Leí “Con William Burroughs”, el libro esencial de entrevistas de Victor Bockris.
Otro visionario, David Cronenberg, adaptó “Naked Lunch” a principios de los 90. En esos tiempos no teníamos internet, ni dvd, ni otros métodos para conseguir las películas de mala o nula distribución. No se estrenó en España y jamás la ponían en televisión. Conseguí verla unos meses atrás. Después de unos diecisiete años de espera. Resulta rara, morbosa, fascinante, como ver a un caracol deslizarse por una cuchilla (creo que esto es de “Apocalypse Now”). Peter Weller está perfecto en el papel del exterminador William Lee. Porque, como alguien señaló, tiene cara de insecto. Y el papel de los insectos en ambas obras es fundamental. Pero, si uno compara el texto y la película, no se parecen mucho. Las dos son paranoicas, y cada una lo es a su manera. Cronenberg opta por una especie de refrito de la vida de Burroughs: representa sus alucinaciones con la máquina de escribir, alude a su relación con los Bowles y muestra el asesinato accidental de su mujer.
Compré otra edición del libro. En bolsillo, en Anagrama. El traductor es el mismo de la versión que yo conocía: Martín Lendínez. Pero he comparado algunos fragmentos entre ambas. Hay cambios sustanciales. Esta edición mejora el original traducido. Incorpora, además, un apéndice, un documento preciso y revelador: la “Carta de un experto adicto a las drogas peligrosas”, publicado en un diario, y en el que Burroughs demuestra su conocimiento del tema y su dominio de una prosa precisa. Sólo por este apéndice y por la introducción merece la pena aventurarse en el libro. Esta vez sí me ha gustado. Había leído otras obras. Estaba preparado para que me contaran las pesadillas propias de escribir consumido por la droga. El adicto vive en mundos paralelos, tenebrosos, poblados de sombras y de monstruos. No entiendes ni la mitad. Pero la prosa embruja. Hay algo que estimula al lector a seguir, página tras página. Entre tíos que se convierten en bichos, doctores locos y policías con mano dura, nos llega envuelta en ciencia ficción la paranoia de un mundo que se deshace por el control que ejerce el poder sobre el hombre. Dice Ballard: “Sus novelas son los documentos terminales de mediados del siglo veinte, escabrosos y aterradores, un informe de los progresos de un interno en el manicomio cósmico”.