Cerca del castillo de Puebla de Sanabria nos sentamos en una terraza. No recuerdo el nombre del bar, pero pedimos una botella de sidra. Refrescaba un poco. Hace unos años subí al castillo por las escaleras, en vez de por las cuestas, y a la mañana siguiente tuve agujetas, lo juro. Antaño me invitaron a firmar libros dentro de esa fortaleza. Me gustó la experiencia. Recuerdo a un señor que se interesó por uno de los títulos. Un tipo con pinta de turista. Probablemente lo fuera. Le echó un vistazo al volumen, leyó algo. Era una antología. Me preguntó por su precio. “Doce euros”, respondí. Lo soltó como si estuviera en llamas y salió a la carrera.
Bebimos la sidra. Nos asomamos desde la muralla. Desde allí vimos el río. O, mejor dicho, lo que queda de río a su paso por Puebla: poca agua y mucha tierra; una pena. Compramos carne en Los Rochi para asarla a la parrilla. Quien no haya probado la ternera sanabresa no sabe lo que se pierde. Carne y sal, y lo pones al fuego. El humo le da el toque especial, agreste y bronco. No hace falta más. Ni salsas, ni aderezos, ni todas esas alteraciones del sabor que utilizan en las cadenas de comida rápida. Y pan para acompañar, por supuesto. Una hogaza comprada en el Puente. Un pan en el punto justo: crujiente, de miga espesa y abundante, con sabor a auténtico pan y no a plástico. Durante la comida hablamos de la importancia de comprar algunos alimentos en nuestra tierra y luego llevarlos a Madrid. La carne. Los pimientos. Las cebollas. El queso. Tiene importancia porque uno, así, está mejor alimentado y el paladar lo agradece. Carne, sal y fuego. Lo más natural. Hicimos una barbacoa acompañada de sangría. Una sangría ligera y refrescante. Criticamos a los domingueros que vimos cerca de la Playa de los Enanos, que aparcan los coches en las inmediaciones del bosque y se comportan como si no hubieran salido de casa: abren las ventanas de los vehículos y ponen música ratonera a un volumen atronador para que la oiga todo el bosque; sacan sillas plegables, mesas plegables, manteles, radios y sombrillas y neveras y ponen a la abuela al fresco; dejan basura a su paso y pasan el domingo adormilados. Lo que nosotros utilizamos en casa, durante la comida (la civilización: sillas, una mesa, cubiertos), ellos lo utilizan en mitad del bosque. Y le roban a la naturaleza su poder de seducción y su influjo salvaje. Lo que queda es el cuarto de estar de una familia de clase media con árboles y abrojos en vez de cuadros y de fotos enmarcadas.
Cada viaje a Sanabria despierta el recuerdo de otros viajes. En especial los viajes de la adolescencia. No los echo de menos. Sólo añoro las juergas nocturnas. Porque el resto era un suplicio: trayecto en autobús, varios kilómetros a pie cargando con las tiendas, noches en el camping, pocas horas de sueño, comida de lata, autostop para moverse del camping a los pueblos, aseos compartidos. Cada viaje es distinto aunque sea parecido. Quiero decir que haces las mismas cosas, cumples los rituales y las costumbres, pero nunca es exactamente lo mismo. Cada vez que uno vuelve ha cambiado un poco, por dentro y por fuera. Lo que no cambia es el lago. Las aguas ya no están tan frías como cuando éramos niños, pero aún procuran ese baño saludable que mencionaba ayer. El lago es el mismo, su fisonomía inalterable, y tú te recuerdas dentro del agua: siendo un niño intrépido, siendo un adolescente ebrio, siendo un joven menos aventurero y más responsable. Y en ese plan. Te bañas, disfrutas, duermes plácidamente y luego regresas al tráfico y al caos de la ciudad. Apenas tres días, pero suficientes para tomar ese oxígeno reparador y continuar tu camino.