lunes, julio 21, 2008

Apagón

No sé cuánto tiempo hacía que no me tocaba soportar un apagón. Supongo que lo dejé escrito en alguna parte, pero no me apetece registrar mis archivos y tampoco me voy a levantar ahora a mirarlo, como diría Francisco Umbral. Eran alrededor de las doce, estaba viendo una película de dibujos animados en dvd, y de pronto se apagó todo. Me levanté a oscuras y me asomé al balcón. Las farolas de la calle estaban encendidas y en el edificio de enfrente brillaban las luces y los televisores a través de los balcones abiertos para superar el calor nocturno. Pero nuestro edificio y los de la misma hilera, y la plaza, permanecían en tinieblas. Pocas cosas me revientan tanto como estar disfrutando de una película y que se vaya la luz al carajo. No es muy distinto a ver en televisión una serie o un largometraje y que peguen un tajo para meter anuncios justo a mitad de un diálogo importante o cuando el héroe está saltando entre los tejados de dos edificios. Se te queda cara de tonto, de estafado.
Llenamos el salón de velas encendidas, lo cual proporciona esa atmósfera tétrica y vampírica que a algunos tanto nos gusta. Desde la plaza llegaba el bullicio de los niños. No sé si es una cuestión de culturas diferentes o de costumbres extranjeras, pero hay algo que me sorprende en el barrio: en verano, por la noche, se ve y se oye a un montón de niños en la calle, jugando en el pequeño parque de la plaza. Los padres están con ellos, vigilándolos. Se trata de críos de entre los cuatro y los diez años, más o menos. Todos los padres y los hijos son inmigrantes: negros, hindúes, sudamericanos. No se ven españoles, o yo nunca los he visto, porque nuestras costumbres dictan que los chiquillos estén en la cama unas cuantas horas antes de la medianoche. Y cuando digo que esos niños están en la plaza “por la noche” no me refiero a una hora prudente para los chavales (las nueve o las diez): los niños están en la calle a las once, a las doce, incluso a la una de la mañana, cuando me voy a dormir y oigo su griterío lúdico a lo lejos. Será cuestión de culturas y no quiero meterme donde no me llaman, pero a mí me parece que, si un crío de cuatro años puede estar en la calle a la una de la madrugada, ¿cuál será su hora de ingreso en casa un sábado por la noche, cuando tenga trece o catorce años? Son niños que salen a jugar después de la cena. Cuando Casimiro o Los Lunnies se van a la cama, estos otros niños se van a la calle con sus padres.
Así que todo estaba oscuro y se escuchaba el alboroto infantil. Los minutos iban pasando y aquello no se solucionaba, y mi cabreo iba en aumento. Uno no puede ver la tele ni el dvd, no puede leer, no puede navegar por la red. No puede hacer gran cosa excepto esperar. La mayor preocupación era la comida de la nevera. Unas pocas horas sin electricidad y los alimentos empiezan a estropearse. Mientras perdía el tiempo y se me llevaban los demonios, recordé que estaba a punto de terminar la lectura de una novela. Y recordé que una amiga doctora me había regalado un aparato con linterna para leer en la oscuridad. Nunca sabes cuándo pueden hacerte un buen servicio estos cacharros. Terminé el libro rodeado del resplandor de las velas y de la luz de la bombilla diminuta del lector. Una hora después dieron la corriente. Tuve que dejar la película para otro día. La mañana del apagón había visto en el tablón de anuncios del portal un aviso de Iberdrola. No lo leí. Al día siguiente vi que la nota avisaba del corte de luz, previsto para la medianoche. No me enteré. Menos mal que no anunciaron, qué sé yo, la demolición del edificio o un simulacro de incendio. La electricidad es uno de esos lujos que sólo se aprecian de verdad cuando nos faltan.