Entramos en un garito especializado en caipiriñas. Es más de medianoche. En uno de los sofás vemos a una mujer con dos críos. La niña es bastante pequeña y está dormida encima de su madre, con la cabeza apoyada en el hombro de ella y los brazos rodeándole el cuello. Al lado, un chaval de más edad también duerme, en una postura incómoda e imposible, con medio cuerpo boca abajo y la cara enterrada en el confortable tejido del sofá. Frente a la mesa de la madre hay un vaso de caipiriña. Nuestra primera reacción es el espanto, la furia. Comentamos en voz baja que cómo se le ocurre a una madre permanecer en un bar a las tantas de la madrugada con dos chavales pequeños que duermen, mientras se despacha una bebida con alcohol. La estampa, en la primera impresión, es obscena y refleja un caso de alcoholismo y de irresponsabilidad. Pero entonces nos sentamos y, de reojo, me dedico a observar (no puedo evitarlo). Hay algo que no funciona en la escena. Algo falla. Y al cabo de unos minutos me doy cuenta de la verdad. La mujer no es alcohólica ni está ebria, bebe sin ganas, tiene la mirada perdida, está reflexionando y en sus ojos hay un abismo insoportable de tristeza. Es el cuadro vivo de alguien que ha salido disparado de casa, con lo puesto y los niños en brazos. El retrato de alguien que, probablemente, estuvo soportando a un marido borracho o maltratador o ambos, hasta que se cansó. Su primera reacción habrá sido escapar al garito más cercano, refugiarse allí hasta que pase la tormenta o adopte una resolución. Lo cuentan su mirada y su cansancio.
En el metro. Es un trayecto de más de media hora. Todos los asientos están ocupados. Frente a nosotros, tres negros altos, creo que africanos. En una de las paradas, tras abrirse las puertas entran al vagón tres ancianos. Cada uno de ellos con un bastón en una mano y el diario Abc en la otra, como si se hubieran puesto de acuerdo para salir juntos a comprar el periódico. En cuanto ponen dentro el pie, los tres negros los ven y se levantan como impulsados por un resorte. Muy educadamente, ceden sus sitios a los ancianos y se retiran a un lado, de pie. Han reaccionado antes que el resto de los pasajeros. Nos han dado una lección a los blancos que vamos en el vagón y otra a esos lectores de Abc, ancianos de bigotillo recortado y propio de tiempos menos benévolos para algunos. Sobre todo a estos últimos. A juzgar por sus miradas y por sus respectivas lecturas de cabecera no creo que imaginaran que tres negros iban a cederles el asiento. Tanto protestar contra la inmigración y les han dado una lección de respeto y buenas formas. Me pregunto si el resto de viajeros piensa lo mismo que yo.
En un pub de madrugada, en torno a las dos de la mañana. Entre la gente joven que menudea por aquí y por allá destaca un personajillo que provoca la hilaridad del personal. No es la primera vez que lo veo. Es bajito, de cara arrugada, muy feo (es clavado a Hoggle, el compañero de Jennifer Connelly en “Dentro del laberinto”). Tiene el cabello gris, seco y tupido. Por un lado lleva el pelo muy corto. Por el otro, una melena que le llega hasta la mitad de la espalda. Eso hace que parezca distinto dependiendo del lado desde el que lo mires. Es una especie de Barón Ashler de “Mazinger Z” y de Dos Caras de “Batman”, pero en versión cutre. Se bebe los restos de las copas y de las cervezas que encuentra por el pub. Nos descubre mirándole y se acerca a hablar conmigo y con otro colega. Nos hacemos fotos con él. Hay un karaoke y quiere que salgamos a cantar juntos. Y no hay manera de librarse de su compañía. Nos está bien empleado: queríamos caldo y nos tocó bebernos el puchero.