Suelo comer en solitario en los días laborables. Mientras lo hago, trato de ver algo en la tele para distraer la mirada. Si no puedes hablar con nadie, ni mirar el paisaje (por ejemplo, comiendo en una terraza o en el campo), debes recurrir a la televisión. Antes veía partes de los telediarios, pero la ración de sangre y calamidades diarias me convenció para pasarme a “Los Simpson”. El problema de “Los Simpson” es la cadena que los programa desde tiempos inmemoriales. Esto ya lo hemos dicho y no haría falta repetirlo, pero así sirve de protesta: un día ponen un episodio reciente y luego pasan a uno de los primeros. Tan pronto ves a Homer Simpson mal dibujado, con rasgos endebles y colores débiles (la primera temporada), como lo ves perfecto, muy amarillo y con otro doblaje (su primer doblador murió). Parece que alguien ha barajado los capítulos y los va enchufando según le viene en gana, sin ningún orden. Pero los espectadores se dan cuenta. Cansado de ver una y otra y otra vez los episodios repetidos, muchos de los cuales me sé de memoria, decidí buscar otra cosa.
De momento, la he encontrado. Se llama Karlos Arguiñano, quizá el cocinero más legendario de este país. Algunas veces había visto un par de minutos de su programa, cuando cambiaba de canal con el mando para echar un vistazo rápido a lo que ofrecía la programación. Y lo había visto en un par de filmes, siempre metido en papeles breves y cachondos. Conozco varias personas fieles a su programa, e incluso a las recetas de su página web, personas que anotan cuanto dice y aprenden de su sabiduría gastronómica. Pero, más allá de esa sabiduría, a Karlos Arguiñano se le nota un envidiable entusiasmo por la vida, por la comida, por los viajes, por el humor, por el vino, por las distintas costumbres de cada provincia.
Cada día, cuando me siento a comer, veo este programa, que ni siquiera sé cómo se llama. Me gusta, sí, el cuidado con el que explica las recetas y compone platos deliciosos como si fuera un pintor con alimentos, y también los consejos que suele ofrecer; pero el motivo principal para verlo y escucharlo es que me procura diversión. Es lo que, en este país, conocemos como “un tío cachondo”, simpático, con aspecto de noble y de granuja. Me divierte su repertorio de chistes, casi siempre malísimos, porque él mismo se troncha después de contarlos. Arguiñano se toma la vida, al mismo tiempo, como si fuera algo serio y a la vez una gran broma, y esa mezcla, tal vez, es la que logra un público fiel a sus recetas, que por otro lado son magníficas. Es decir, y para explicarlo de otro modo: compone los menús con pulcritud y fidelidad, sin salirse un punto de las formas, pero lo hace mientras bromea, mientras cuenta un chiste, mientras se echa unas risas, mientras se pone a cantar. Eso lo aleja de otros cocineros que he visto en la tele y que se toman el asunto tan en serio que, al menos a mí, me aburren. El pueblo español, además, ha adoptado algunas de sus expresiones: “rico, rico”, “con fundamento”, “un poquito de perejil”. Por lo que he visto hasta ahora, no tira de cocina artística o de cocina de autor, o como se llame, sino que maneja ingredientes de toda la vida, propios de la cocina mediterránea, y muy accesibles y fáciles de preparar por quienes quieren cocinar en casa con un toque original. Las madres y las amas de casa gustan de hacer recetas de este cocinero y luego uno las prueba y, en efecto, están para chuparse los dedos. Sobre “Los Simpson” tiene la ventaja de que no repiten los capítulos. Arguiñano es un crack, hombre.