Devoro estos días, como si me fuera la vida en ello, un libro sobre cine y literatura titulado “Monster Show. Una historia cultural del horror”. Lo ha escrito David J. Skal, quien ya se ocupara de una biografía sobre el director Tod Browning. “Monster Show” tiene la calidad de esas obras sobre el séptimo arte que uno, cuando empieza, no puede soltar. Me refiero, por ejemplo, anoten: a “Moteros tranquilos, toros salvajes” y “Sexo, mentiras y Hollywood”, ambos de Peter Biskind, y a los dos libros en los que William Goldman relata sus “Aventuras de un guionista de Hollywood”, y a la biografía de Robert Mitchum escrita por Lee Server, y a las “Conversaciones con Al Pacino”. El libro de Skal lo ha publicado Valdemar, que hace tiempo nos regaló la traducción de un ensayo de Stephen King sobre el horror que, por supuesto, me merendé del tirón: “Danza macabra”. Skal comienza con la fotógrafa Diane Arbus, obsesionada con los freaks, y luego se adentra en los primeros títulos míticos del cine de horror (“Nosferatu”, “El gabinete del Doctor Caligari”) y sigue con los años treinta: “Drácula”, “El doctor Frankenstein”, “El hombre y el monstruo” y “La parada de los monstruos”, y con ellas y sus relaciones va tejiendo la historia real de cada década en que Hollywood supo dar al público lo que el público, en su inconsciente, estaba pidiendo.
Y el público estaba pidiendo algo que le ayudase a superar su fracaso laboral, su estado de ánimo de capa caída, su miseria provocada por el crack del 29. Y esta historia yo la desconocía. Quiero decir que ignoraba que el cine de horror de la Universal estuvo tan relacionado con la depresión de principios de los años treinta. La tesis de entonces y de ahora es que, cuando el público está atravesando un bache importante, necesita entretenerse con tramas que supongan más sufrimientos para los personajes que para los espectadores y sus vidas cotidianas. Ver, por ejemplo, los asesinatos que comete el doctor Jekyll en “El hombre y el monstruo” o ver el rostro de la maldad campesina en “El doctor Frankenstein” y pensar: “Esos lo están pasando peor que yo”. O, explicado de otro modo y según encontramos en la contraportada del libro: “Así, según Skal, la evolución del género de terror corre paralela a los miedos colectivos de cada momento”. Y entre esos miedos se citan la Primera Guerra Mundial, la Gran Depresión, la Guerra Fría, entre otros. Cada década tiene su terror, que se refleja en el cine. Eso quizá explique la cantidad de películas apocalípticas y de catástrofes que Hollywood ha producido unos años después del atentado del World Trade Center, pero no voy a citarlas aquí para no marearles y porque me faltaría espacio.
Es fascinante la agudeza y la labor documental de David Skal, que relaciona las monstruosidades de los personajes del cine de terror con los rostros destrozados de quienes combatieron en el frente, o los zombis que deambulan con calma y arrastrando los pies con las colas de hambrientos que avanzaban como sonámbulos y muertos en vida. Por si fuera poco, además de estas revelaciones y de la historia de cada proyecto y de los ataques de la censura de entonces, el libro está plagado de jugosas anécdotas que lo convierten en lectura obligada de los amantes del cine en general y de los apasionados del terror en particular. Por ejemplo: que mientras, de día, Tod Browning rodaba “Drácula”, de noche otro equipo distinto rodaba en los mismos decorados la versión hispana. Nos cuenta por qué el monstruo de Frankenstein tuvo en cine una apariencia tan alejada de los rasgos que exhibía en la novela. Nos cuenta cómo los miedos de cada época han modelado el horror en las películas.