Caminábamos por la calle, despacio. Nos alejábamos de Sol, en dirección a la zona de Tirso de Molina. A mi izquierda, unos pasos por delante de nosotros, vimos a una mujer ciega con un bastón. Tanteaba la acera con la punta y había tomado el mismo rumbo y también iba despacio. Se detuvo. Supongo que sintió que alguien venía de frente, y que ese alguien pasaría en breve por su lado. Era una señora. Cuando la señora se aproximó, la ciega dijo: “Perdone, ¿en qué dirección está la parada más próxima de Metro?”. La señora (ya lo habrán adivinado porque, de lo contrario, este artículo no existiría) pasó de largo sin contestar. La ciega no lo había dicho en voz baja porque nosotros, que estábamos más lejos, la oímos de sobra. Tras pasar de largo la otra, la mujer del bastón masculló un asombrado “¡Joder!”. No era para menos. Prosiguió su camino, en dirección contraria a Sol y, por tanto, alejándose del Metro. Estuve tentado de tocarle en el hombro y resolver su duda, pero supuse que se sobresaltaría, de modo que nos apresuramos para pasar a su lado, por ver si, con suerte y al sentirnos cerca, nos hacía la pregunta. No dio tiempo porque, de frente, llegó alguien más y le preguntó y esa otra persona, al contrario que la señora, sí se detuvo para responder.
Esta historia real se parece a la que conté aquí hace tiempo, aquella que me relató un amigo que vio cómo una mujer intentaba parar a los transeúntes para preguntarles si podían cambiarle en monedas para la máquina de la ORA y los ciudadanos respetables pasaban de largo y la rehuían. No es la primera vez que veo ejemplos de esta clase. A veces son las señoras quienes lo sufren. Ves a una anciana perdida y trata de preguntar algo en el pasillo del supermercado o en la calle o en los andenes de las estaciones, y el personal hace lo mismo. Pasan de largo, se hacen los suecos, esquivan a quien pregunta. Nadie quiere problemas, nadie quiere involucrarse. En Madrid es un suplicio preguntar la hora o la dirección de una calle. Por lo general, la gente sale espantada. Tienes que ir con la mejor de tus sonrisas Profidén, en actitud casi sumisa y acercándote despacio. Luego está el caso contrario. El caso de la gente que te aborda no para preguntar, sino para sablearte. Y no estoy hablando de mendigos que exigen una limosna, sino de esos ciudadanos corrientes que te piden fuego, un cigarro, un papel de liar, una moneda suelta, y que, tras detenerte un segundo y decirles que no, que lo sientes pero que no tienes fuego, o que no fumas, o que no utilizas papel de liar, o que no tienes un céntimo encima, te miran como si fueras un impostor, un mentiroso. A la gente de la calle le cuesta horrores creerse la verdad, que no fumas, que careces de mechero y que no sueles llevar calderilla.
Pero el caso más grave, hasta ahora, es el de la ciega a la que rehusaron responder una pregunta. Como aquel hombre ciego y extraviado en las fiestas de Chueca de hace unos años, que pasaba entre la muchedumbre y eligió mi brazo para que lo guiase hasta el Metro. ¿Saben qué les digo? Que no soy una hermanita de la caridad, y que soy egoísta a mi manera, pero el ciego escogió bien entre aquella gente, porque lo acompañé hasta donde me pidió. El problema es que el personal de la calle huye de quienes consideran diferentes, salen corriendo como si estuvieran apestados. Y por eso hay algunos días en que el cuento de lo humanos que somos todos me parece una burda patraña. Cuando nos ponen bombas, sí, sale a flote la solidaridad y lo mucho que nos apoyamos y demás cuentos chinos. Pero eso se olvida tres días después y el hombre vuelve a ser un depredador egoísta y receloso.