Quienes nunca hemos trabajado en esos altos edificios del centro que alojan cientos de oficinas donde los empleados se dejan media vida, o en esos mamotretos del extrarradio con vistas a la carretera, ignoramos cuanto sucede de puertas adentro. A mí me lo cuentan las personas que sufren esa rutina de despachos. Currantes que trabajan duro y esperan durante años por un ascenso que luego le dan a otro, a un enchufado o al sobrino del jefe. Caras que esconden la verdad, que sale a flote en las cenas de empresa y sus consecuentes borracheras. Despidos, injusticias, mamoneo, horas extras que nadie cobra, etcétera. Una cadena de mando en la que impera la ley de la selva, donde los más grandes devoran a los más pequeños o con menos poder. Pero también me lo cuentan los libros y películas que se están escribiendo y rondado en los últimos años. De tal modo que, si antes la empresa servía como telón de fondo a una historia de amor (véase “El apartamento”, esa obra maestra) o a los actos brutales de un psicópata (“American Psycho”, la novela), hoy es la protagonista de las historias sobre oficinistas y comporta un ácido retrato de lo que sucede de puertas para adentro, donde quien no sepa despedazar a los demás será el probable perdedor.
Algunas series hablan del problema en tono de comedia: “The Office” o “Camera Café” son las que se me ocurren en este momento. Meses atrás una novela tuvo un gran impacto en el mundo literario de Estados Unidos (no tanto en España, donde el lector medio está más ocupado en el Holocausto, en la guerra civil y en las tramas con templarios que en lo que nos sucede en la actualidad): me refiero a “Entonces llegamos al final”, de Joshua Ferris. Pueden encontrar la reseña que hice de dicha novela en el blog del Grupo Epi “El Lector Sin Prisas”, en febrero. Ferris también utiliza un tono desenfadado y humorístico, pero cuando menos te lo esperas te asesta un golpe. La sonrisa se congela y sentimos compasión por ese oficinista al que los demás desprecian, o por aquel otro que enloquece por culpa del estrés, la presión laboral y los problemas cotidianos. Este año, el mexicano Antonio Ortuño quedó finalista del Premio Herralde con “Recursos humanos”, una narración que, al parecer, explora el infierno laboral a través de la rebelión de uno de los empleados de una empresa.
El cine norteamericano ofreció hace tiempo “En compañía de hombres”, donde dos compañeros de oficina se dedicaban a vengarse de las mujeres. Pero creo que es en el cine español donde más ha calado el modelo norteamericano, despiadado e hipócrita, de los complejos empresariales. Ese modelo por el cual los españoles deben usar expresiones yanquis en el día a día, tales como “team building”, “casual day”, “reporting” o “conference call”. Pensemos en “Smoking Room”, la despiadada historia de los trabajadores obligados a fumar en la calle y la sublevación de varios de ellos para que les pongan una sala de fumadores en el edificio. La sala era sólo la excusa, el hilo conductor de las relaciones entre los jefes y los subordinados. Pensemos en “El método”, la adaptación al cine de la obra de Jordi Galcerán. Asfixiante y claustrofóbica, nos mostraba a un grupo de aspirantes a un puesto, encerrados en una oficina y mordiéndose entre ellos, como perros con corbata, para conseguir el codiciado empleo. Estos días se ha estrenado otro filme español con idéntica calidad: “Casual Day”. Procuren verla. Hacia el final pensé que iba a acabar bien. Pero estamos demasiado acostumbrados a los finales felices de USA. En el cine europeo no nos muestran lo que deseamos, sino lo que en verdad somos. Y eso escuece.