Estaba dándole vueltas a la idea de escribir un artículo sobre la gente que conozco a la que le toca cumplir más horas de las acordadas cada día, en la oficina. Al final lo pospuse para otra ocasión y, a la mañana siguiente, al abrir un periódico en su edición digital por las páginas de Sociedad, me topé con este titular, que resume a la perfección la idea que me traía entre manos: “Estar más no significa trabajar más”. Del reportaje destaco esta frase sobre España: “Es uno de los países europeos en el que más horas se echan en el tajo –unas 200 horas más al año que franceses, daneses o alemanes–, y aún así sigue estando a la cola de la productividad”. Algunos esclavos de la oficina, para matar tantas horas delante del ordenador y para distraerse un poco, suelen meterse en la red y navegar un rato por entre las páginas o entrar en un programa de chat para conversar con alguien. En algunas ocasiones he contactado con colegas que se refugiaban en estos chats para soportar el infernal horario y, cuando les preguntaba qué estaban haciendo, me respondían (tecleaban): “Estoy aquí, en la oficina, simulando que trabajo”.
Esta vía de escape ha hecho que en muchas empresas les corten el grifo. Que pongan un candado al suministro de ocio que proporciona internet. A algunos jefes les basta con prohibir o chapar ciertos programas, como los que permiten chatear y mantener contactos con otras personas del exterior. Conozco estas circunstancias por todos los amigos y conocidos que curran a destajo en oficinas de Madrid. Quien carezca de amistades en edificios de esta clase puede leerse la novela “Entonces llegamos al final”, de Joshua Ferris, que explica con acierto la esclavitud de la oficina porque su autor estuvo atado a ella durante años. Podríamos aventurar, o al menos eso se desprende de lo que me cuentan, que parte de la culpa de que los trabajadores entren a las ocho o a las nueve de la mañana (o mucho antes) y salgan once o doce horas después, la tiene el llamado “modelo americano” de empresa. O, mejor dicho, “el modelo norteamericano”, no vaya a ser que alguien se ofenda. Dicho modelo pregona que el trabajador consagre su vida a la oficina. Puede tener esposa e hijos, y una casa con jardín y un coche caro, pero para ello debe pasar los días y las tardes laborables, y a veces las noches, encerrado en el edificio que custodia sus horas, y dedicar a la familia el sábado y el domingo. Su vida debe ser su trabajo. Su trabajo debe ser su vida. Debe entregarlo todo a la empresa a la que sirve: su tiempo, su esfuerzo, sus ganas de dormir y de soñar despierto, su salud, su ocio. La empresa se lo quedará todo, igual que un monstruo feroz y hambriento. A cambio: el ascenso, algún día lejano.
La gente sale a las seis de la madrugada, o a las siete, o a las ocho a más tardar, dependiendo de lo lejos que esté su puesto de trabajo, y se monta en el metro y sufre las aglomeraciones, la prisa y el estrés, y come fuera de casa, en el Vip de al lado, o en un restaurante económico donde le sirvan un menú rápido, o se lleva un tupperware y se come su contenido en la misma oficina o en una sala reservada para los empleados, y en las horas extra (que no siempre cobra) ya no rinde, le duele la espalda y le escuecen los ojos y el martirio es insoportable. Cuando regresa al hogar, de noche, con el cansancio a hombros, con ganas de tumbarse en el sofá y relajarse y ver a la familia, aún debe soportar el metro y sus agobios. Los oficinistas de hoy son los héroes modernos. Me contaron de una jefa de despacho que dijo: “Tengo hijas horizontales. Sólo las veo por la noche, cuando llego a casa y ya están dormidas en la cama”.