Días atrás escribí que siempre hay conexiones con tu pasado, en Madrid. Me refería a mi ciudad. Es asombrosa la cantidad de gente de Zamora que vive en la capital. O que viene de visita a pasar el fin de semana. A veces uno va por la calle y se topa con un paisano: “¡Hombre!, ¿qué haces aquí?”, “He venido a pasar el fin de semana con unos amigos, ¿y tú?”, “Yo vivo aquí”. O se los encuentra en los conciertos. Suele ser un placer. Quiero decir: cuando vives en una ciudad pequeña y te encuentras todos los días a la misma gente en las mismas calles y a las mismas horas, reconozcámoslo, el asunto cansa un poco. Llega un momento en que el tiempo y la rutina logran que pasemos unos al lado de otros como si fuéramos fantasmas. Empiezas parándote, comentando la jugada, dando abrazos o chocando esos cinco. Pero el tiempo y la rutina te empujan al momento en que dos ya no tienen qué decirse porque se encuentran a diario. De ahí se pasa a los saludos: “¡Hasta luego, hombre!” y “¡Me alegro de verte, cuídate!”. Y, al final, cuando esos dos se cruzan en la calle sólo levantan el mentón. No hay palabras. Quieren decir: “Hala, hasta luego”. Pero fuera de ese entorno supone una sorpresa. Dos paisanos fuera de su tierra que se encuentran por azar en otra ciudad.
Es sorprendente la cantidad de vínculos que hay entre Madrid y Zamora. Hasta el punto de que, en las conversaciones, siempre aparece alguien que comenta que su tía es de un pueblo de Zamora, o que su abuelo nació en la provincia, o que su novia es de la ciudad, o que estuvo trabajando en Zamora una temporada, o que iba de juerga algunos fines de semana y conoce Los Herreros. Muchas de mis conversaciones habituales, cuando me presentan a alguien en Madrid, son de este pelo: “¿Y tú de dónde eres?”, “De Zamora. Pero vivo aquí desde hace unos años”, “Anda, fíjate: mi ex novia era de allí. Por eso conozco mucho la ciudad”; o “¿Tú también eres de Zamora?”, “Pues sí”, “Conozco esa ciudad, me encanta. He ido varias veces. Mi abuelo era de allí”; o “¿Eres de Madrid?”, “No, de Zamora”, “Anda, Zamora, pues yo he trabajado por esa zona. La provincia es preciosa. Un sitio muy peculiar, encantador”. Vínculos, ya digo. Conexiones. El azar, el mundo es un pañuelo y todo ese rollo.
El otro día alguien que viaja a menudo por España me dijo que Zamora es una ciudad entre exótica, extraña y encantadora. Se refería a que es una ciudad distinta al resto del país, y conoce muchas ciudades porque su trabajo le obliga a ello. Una ciudad que es muy personal y diferente, con zonas de bares de tapas como las que quedan pocas por ahí, y con ciertos motivos que la convierten en algo único. Lo cual supone, para la ciudad, su ventaja y su cruz. Su ventaja porque lo diferente siempre es original, y lo original a menudo es raro o así nos lo parece, y todo eso atrae a los visitantes y a quienes emigramos. Su cruz porque no logra salir de su estancamiento; o sea, que a todo el mundo le apasiona pero nadie se iría a vivir allí. Por la falta de oportunidades, más que nada. Y así se suceden los días en la capital. Con la ayuda del azar, con encuentros inesperados, con gente que va y viene y que conoce mi ciudad. Quiero poner de broche a este artículo el epílogo de “Magnolia”, esa obra maestra del cine: “Hay historias de coincidencias y casualidades, y cruces y cosas extrañas, y de tal y cual, y de quién sabe. Y generalmente decimos: Bueno, si eso saliese en una película no me lo creería. No sé quién conoce a no sé cuál, y tal y tal y tal. Y, en la humilde opinión de este narrador, ocurren cosas extrañas a todas horas. Y así es, y así es. Y la vida dice: Quizá nosotros hayamos acabado con el pasado, pero él no ha acabado con nosotros”.