Cuando uno está lejos de su ciudad debe intentar construirse algo parecido. No me refiero a una réplica, a una imitación, a vivir lo mismo. Me refiero a los lugares que a uno le gusta frecuentar. Somos animales de costumbres y necesitamos algo parecido a lo que tuvimos en el pasado. Lo veo a diario, lo compruebo cada poco: muchos de los zamoranos que se fueron hace años de la provincia a buscar trabajo en otras tierras, tras un tiempo de huída y viajes, han vuelto a vivir a la ciudad. La tierra siempre tira de ti. A mí me faltan, sobre todo, los bares de Los Herreros. En Madrid, el entorno de garitos de Malasaña es una opción respetable. Muchos bares juntos, mucha juerga, muchos locales donde pinchan música de verdad, no esas cosas de “Operación Triunfo”. Buen rollo y todo eso. Pero me cansé de ir a Malasaña. Y no me refiero a la zona, ni a sus garitos. Me refiero al regreso, a la lejanía. A tener que volver a las tantas de la madrugada en taxi, que cuesta un ojo de la cara. A tener que volver andando, a través de Fuencarral, el cruce estrepitoso de la Gran Vía, Montera y sus fulanas rotas de madrugada, Sol, Tirso de Molina y, finalmente, Lavapiés.
También me cansé de ir cada fin de semana a las afueras, donde viven algunos de mis amigos. Ahora esparzo más las visitas. Se cansa uno de volver en el búho y luego a pata, o en taxi y luego caminando un trecho. Una hora de ida y otra de vuelta. Dos horas que dejas en el camino. Y el regreso a veces es divertido: das con taxistas excéntricos, ves a los borrachos tambalearse en el bus nocturno, hay tipos raros por las calles y gente de cualquier pelaje y condición. Pero son dos horas, ya digo. Y la vuelta es lo peor: estás muy cansado y no ves llegar el final. Así que ahora trato de salir más por Lavapiés. Sólo tengo que caminar unos metros y llego al primer bar. De ese al segundo sólo hay un minuto. Trato de construirme mi calle de Los Herreros particular. Ya sé que no es lo mismo: a mí me lo vas a decir, que me enamoré de Los Herreros hace siglos. Pero, de momento, puede servir. Y es como cuando vivía en Zamora: tardas apenas unos minutos en regresar a casa, andando, sin prisas, con las manos en los bolsillos. Haces tu Oca personal, tu vía crucis: de bar en bar y tiro porque me toca, que están todos a un paso y tienen mucha marcha y buen ambiente.
He vuelto al Candela. Su dueño murió y alguien lo ha reabierto. Allí siempre hay cobijo para la farra y para tomar una copa. Y no es raro que me encuentre por ahí gente conocida: personas a las que conocí en Zamora y personas a las que conocí en Madrid. Lo primero significa que el flujo de migración continúa desangrando a nuestra provincia. Lo segundo, que me estoy integrando, creo. Además, la noche depara siempre coincidencias felices. La otra noche salimos por Lavapiés unos cuantos colegas; la mitad éramos zamoranos. Los otros, de aquí y de allá: Madrid, Sevilla, y tal. Y terminamos, cuando quedábamos sólo cuatro náufragos de la noche, en un garito que se llama Dr. Resaca (muy apropiado para la celebración de aquel día). El portero era un tipo simpático y algo vacilón, y al final nos dejó pasar, aunque había bajado la trapa hasta la altura de las rodillas. Después, una vez acodados en la barra, algunos de nosotros hablamos con el portero, que entraba cada poco a echar una mano al camarero y a recoger vasos. Le dijo a alguien que tenía una casa en Sanabria, porque su abuela era de allí. Al final, vayas donde vayas, siempre hay una conexión con tu pasado. Por eso me sigue apasionando la noche.