En los días malos (¿quién no los tiene de vez en cuando?) pienso en quienes tienen menos suerte que yo. No voy a hablarte de niños que se mueren de hambre en el Tercer Mundo, sino de cosas más cercanas, de algo más próximo a mí, de gente con la que puedo identificarme de alguna manera, de tipos que morirían por las letras, de hombres que se la juegan en cada línea, de dos de los mejores amigos que he hecho en estos últimos años. Leales, sinceros, humildes, entregados a la amistad.
David González es uno de ellos. Apenas gana un céntimo con la poesía, pero ahí sigue, contra viento y marea, publicando un libro al año, levantándose a horas intempestivas, cuando aún no ha amanecido, sólo para escribir. Y, probablemente, para perder en su lucha contra el sistema. De sus madrugones tengo pruebas sobradas: a veces recibo correos electrónicos suyos, escritos a las seis y pico de la mañana para contarme esto y lo otro. Tiene un pasado carcelario, y eso es algo que jamás le perdonará la sociedad; tampoco sus enemigos. Tiene un presente turbio, honesto, furioso, rebelde, plagado de polémicas y enfrentamientos. Recibe golpes a diario, los golpes que recibimos todos (pero, por alguna razón, a él se los dan con más saña): rechazos editoriales, críticas vengativas, acusaciones anónimas, ninguneos, insultos varios en los blogs. Y, sin embargo, se levanta siempre de la lona, como un Rocky Balboa asturiano con puños repletos de poemas (a Rocky no le importaba ganar la guerra, sino aguantar cada batalla con dignidad). Se levanta y vuelve a recibir y vuelve a caerse, pero se incorpora de nuevo. Cada poco intenta renunciar a la poesía, no a escribirla, sino a publicarla y promocionarla, y también pierde porque la poesía es más fuerte que él y lo vence. Ha descubierto más poetas y escritores españoles que varios editores juntos. Es así. Me encuentro sus recomendaciones y sus prólogos por doquier. No le hace la rosca a los que están arriba (costumbre de tantos trepas), sino que apoya a los que están abajo. Luego, con el tiempo, algunos no le pagan con la moneda de la amistad, sino con el olvido. Él lo sabe y sigue peleando a la contra.
Vicente Muñoz Álvarez es otro de ellos. Lo conocí gracias a David. Vicente Muñoz se dedica a vender zapatos y a escribir poesía. Alimenta dos necesidades básicas del ser humano: zapatos para los pies, poemas para los ojos. Refuerza los pies y el alma. De vez en cuando tiene que dejar la pluma, abandonar los versos y los cuentos y las novelas y volver a la carretera. Estos días me escribe cuando puede, desde algún ciber de Gijón o de Oviedo o de donde sea. Me escribe pequeños e-mails, en los que me habla de los agobios del trabajo, con su furgoneta on the road, viajando, deprimido y solitario: “Agobio, lluvia y depresión”, dice. Como escribió Patxi Irurzun, está “atrapado en un cuento de Buk, con su furgoneta bajo el aguacero, vendiendo zapatos de ciudad en ciudad”. De vez en cuando recala por mi tierra, por Zamora, a vender calzado por la Calle Feria y sitios así. Y yo le recomiendo que vaya a comer al Bambú y a la zona de pinchos de su entorno. David y Vicente. Ellos lo tienen peor que yo, porque yo logré escribir a diario en un periódico y eso es tener mucha suerte. Pero también tuve un pasado. Cuando lo digo, la gente se ríe o no se lo cree, y mis amigos lo han olvidado. Yo no lo olvido: tiempos de telarañas en los bolsillos, de trabajar en periódicos y revistas que no me pagaron, de ser camarero y pinchadiscos hasta las siete de la madrugada mientras mis colegas se emborrachaban, de cortar entradas a la puerta de un cine, de trabajos esporádicos en la carretera o en un hipermercado.