Como le ocurre a tanta gente, padezco un asco visceral a las cucarachas. Lo peor del tema no es que me las encuentre en la calle, corriendo como locas a guarecerse en un agujero o en una alcantarilla. No, de hecho apenas me las encuentro por las calles. Quizá porque Madrid es una ciudad ruidosa en exceso, con tanto coche y tanto transeúnte y tanta contaminación acústica.
El problema es que tropiezo con ellas en los garitos. Sobre todo en los garitos donde uno a veces va a tapear. Hay un bar al que yo iba con frecuencia a cenar una variante de bocadillo que está para chuparse hasta los codos. Eso era el año pasado y ahora, de momento, sólo me permito una caña de vez en cuando. Porque entro en el local y pienso en una anécdota de meses atrás y se me quita el apetito. Fue una noche. Un amigo poeta me dijo que estaba deambulando por el barrio en el que vivo y me preguntó si me apetecería bajar a saludarle y tomarnos unas cañas. Acepté de inmediato. Fuimos al bar que digo. Nos acodamos sobre la barra; me encanta acodarme sobre las barras de los garitos. Sentados en taburetes y saboreando nuestra caña. Le conté que allí se comía muy bien. Unos minutos después interceptamos una cucaracha joven haciendo equilibrios sobre el borde de la barra, cerca de donde se exponían las tapas. Estaba a un palmo de mi codo. Si hubiéramos estado comiendo, hubiese sentido náuseas. La semana pasada actué de guía con un amigo escritor. Nos fuimos a una cervecería a la que acudo con frecuencia. A veces he cenado allí. Alguna vez he comido. Todo está rico. A mí me parecía un lugar limpio y a salvo de bichejos. Pero el otro día, cuando estaba con este escritor, fui al servicio. Los servicios están en el sótano. De regreso, subiendo las escaleras, me encontré en uno de los peldaños a una cucaracha viejuna y fondona, que estaba patas arriba y aún se movía. Movía las patas como si estuviese dando sus últimos coletazos. Llegué arriba un poco hecho polvo, pensando en la comida que a veces me meto allí entre pecho y espalda. No es raro estar en algún local y ver a alguna cucaracha valiente cruzando la barra como si aquello fuera su territorio.
Todavía recuerdo con asco esa vez en que estuve en un restaurante chino en Madrid. Ocurrió hace años y en alguna ocasión lo he contado, pero conviene refrescarle la memoria al personal. Aún no me había mudado a Madrid y estaba de paso en la ciudad. O de visita, no sé. Fuimos unos cuantos a cenar a un restaurante y, cuando le llegó el arroz a una de nuestras amigas, puso cara de espanto y de terror. No era para menos. Con el arroz venía un regalo. Se había frito una cucaracha y estaba un poco oculta por los granos y las especias. Tal vez murió por codiciosa. O por estar demasiado hambrienta. Fueron a decírselo al jeje del local y nos invitó a la comida. En uno de los pisos de Salamanca durante mis años de estudiante tuve una mala época. Todos los días me tocaba matar a varias cucarachas que habían engordado lo suyo. Quizá los anteriores inquilinos no las exterminaban y ya estaban todas talluditas, maduras y groseras. Con groseras quiero decir que carecían de modales: iba a espantarlas, por el pasillo, y, en lugar de salir zumbando a esconderse, me plantaban cara. Lo que se dice cucas resabiadas, vaya. Por fortuna yo echaba mano de mi amiga la escoba y les santiguaba con ellas las espaldas y de ahí iban al cubo de la basura. Alguien me dijo, entonces: “En Salamanca hay muchísimas cucarachas”. Pero he visto más en Madrid. Y acabo de saber que, en inglés, se llaman “cockroach”, que no suena tan mal como en castellano. Incluso parece el nombre de una canción. De un blues o algo así.