Autobús. De camino a la Plaza de Colón. Al Teatro Fernán Gómez. No acostumbro a coger el bus en Madrid. Los trayectos cortos los hago a pie. Los largos, en el metro. Si no funciona el metro y es de madrugada, voy en taxi. En el autobús se ven las calles y los edificios de otra manera. Como si uno fuera un turista. El autobús pasa junto a los lugares donde se concentran los guiris: museos, parques y jardines, terrazas y monumentos célebres. Lo mío es otro Madrid, porque la ciudad da a cada uno lo que busca. Lo mío son las librerías, los teatros, los bares, los cines, los pasadizos subterráneos donde los mendigos beben, duermen y agonizan. Estoy acostumbrado a viajar por las tripas de la ciudad, por sus túneles, por esos agujeros que atraviesan Madrid como si estuviera podrida y los trenes fueran los gusanos que a diario la recorren y se la comen. No estoy acostumbrado a viajar por la piel de la ciudad, en el interior del autobús, viendo colas interminables de matrimonios y turistas que aguardan para entrar gratis a un museo, porque es domingo y no cobran entrada.
Vamos a ver una obra de August Strindberg: “La señorita Julia”. Para mi desgracia, es una de esas veces en las que todo el mundo tose. No sé si entran acatarrados o si es culpa de la sequedad que provoca el aire acondicionado en las gargantas. Lo cierto es que vuelvo a oír ese concierto de toses del que, en las últimas obras teatrales a las que asistí, me había librado. Quizá es por la edad del respetable. Gente mayor. Gente con los bronquios molidos. La mayoría de los jóvenes se ha quedado en casa a pasar la resaca o ha ido al cine. Nunca había entrado en este teatro y las butacas son muy cómodas. Amplias, confortables, como butacones del despacho de un pez gordo. La función dura casi dos horas. A mitad de la obra, la cadencia de toses me impide concentrarme en lo que ocurre en escena. Pierdo el hilo y estoy amargado por las toses, los estornudos, los carraspeos. Me cuesta volver a meterme en la narración y retomar el hilo. La cadencia es así: “¡Cof-cof!”, suena a mi izquierda. Intervalo de dos segundos. “¡Cof-cof!”, suena a mi derecha. Intervalo de dos segundos. “¡Cof-cof!”, suena detrás. Intervalo de dos segundos. Y en ese plan. Horrible. Horrible.
La obra tiene un único escenario: la cocina de una casa noble. Tiene dos actores principales: María Adánez y Raúl Prieto. Una actriz secundaria: Chusa Barbero. Y dos figurantes que tocan el acordeón y el violín: Scott A. Singer y Andrea Szamek. Dirige Miguel Narros. Ya conocía el buen oficio de Adánez y de Prieto por el cine y por otras obras. No conocía el trabajo de Chusa Barbero y en su papel de cocinera está fabulosa. Pero son Adánez y Prieto (y sobre todo este último, que apenas abandona el escenario) sobre quienes recae el peso dramático. “La señorita Julia”, al menos en la versión que yo he visto, es un duelo entre un hombre y una mujer. Ella es la hija de un conde. Él, un criado. Ama y siervo. Lo más alto y lo más bajo en la cadena social. Quien manda y quien obedece. Patrón y esclavo. Las relaciones y juegos entre ambos abarcan la seducción, el placer, el dolor, la humillación, el desprecio, el ruego. Hay muchísima tensión sexual entre los protagonistas. Sólo lamenté algo que me parece un error grave y que no entiendo: en la escena en la que la chica y el criado echan un clavo, medio desnudos y en pie, por el escenario se mueven dos ayudantes que recogen el atrezzo y ordenan un poco aquello. En mi opinión, le resta credibilidad al asunto. Es como si, en plena coyunda de “El cartero siempre llama dos veces”, apareciera al fondo el director de fotografía, echando un vistazo a la cocina y supervisando la luz.