La política como espectáculo de masas. Eso, y no otra cosa, es lo que nos han presentado estos días, con el dichoso debate que anunciaron por activa y por pasiva en todos los medios de comunicación, hasta saturarnos por completo. ¿Qué si vi el debate entre Rodríguez Zapatero y Rajoy? Pues claro, estaba el patio como para no verlo, con tanto anuncio y tanto preparativo. El día anterior pensé en perdérmelo y dedicar mi tiempo a leer o a revisar alguna vieja película. Pero entonces lo supe. Supe que al día siguiente del debate me sentiría como me sentía en el colegio cuando, al llegar por la mañana a clase, todo el mundo hablaba de “la serie de anoche” o “del concurso de anoche” (sólo había dos cadenas, de modo que no era necesario siquiera decir los títulos), y yo me lo había perdido y entonces quedaba excluido de las conversaciones. Apartado. Eliminado. Fuera de juego. Supe que no me enteraría de nada leyendo los periódicos y viendo la televisión y leyendo los blogs e incluso escuchando las conversaciones de la calle y de los bares. Supe que no estaría en el tema, en el meollo de la cuestión. Por eso, como una oveja más del rebaño, también me tragué el debate.
El debate ha sido un producto. Un producto de temporada. Como lo son esas nuevas líneas de refresco que sacan al mercado de vez en cuando. Ahora la Coca-Cola tiene menos azúcar. Ahora la Fanta lleva menos burbujas. Etcétera. Son productos de consumo que duran un par de temporadas. Lo más probable es que luego caigan en el olvido y la gente deje de comprarlos y beberlos y entonces volvamos a la Coca-Cola y a la Fanta de toda la vida. Quiere decirse que mañana (es una expresión, una frase hecha) habrá otro debate con otros candidatos distintos, y nuestra vida tampoco habrá cambiado mucho. Se ha vendido el debate como si fuera el multitudinario y decisivo encuentro entre Rocky Balboa e Iván Drago. Igual que un combate de boxeo entre dos potencias metidas en la guerra fría. Un duelo de titanes, y tal. Y a mí me parece que sólo era una charla o discusión entre dos señores. Dos personas hablando. Ni más ni menos. Mejor dicho: más que hablar, jugaban a perseguirse, al perro y al gato, al corre corre que te pillo, a destaparse mentiras. Dos señores hablando. Uno, de izquierdas y con las cejas alzadas. El otro, de derechas y con la lengua estoposa.
Vi los minutos previos al debate. Lo retransmitían del mismo modo que en el boxeo. Ya se acerca por ahí el púgil, el aspirante al título. Llega puntual, el público le saluda. Se acerca a las cuerdas. Sube al ring. Qué emoción, señores. Qué gran noche, Dios mío. En ese plan. Detrás del debate vienen los debates televisivos, en los que se junta a los de la derecha y a los de la izquierda. Nada nuevo bajo el sol. Los socialistas: “Ganó Zapatero, sin duda”. Los populares: “Ganó Rajoy, con ventaja”. Sí, ya, bueno, ¿y qué esperábamos? Lo raro sería que un tío del PSOE dijera: “No, no, ha estado mejor Rajoy”. Y viceversa. Editoriales, encuestas, foros, entrevistas, declaraciones, columnas (como ésta). Pero esto no es boxeo. Aprendámoslo de una vez. Aquí no cae un tío a la lona mientras el árbitro cuenta. Nadie gana ni pierde. Hablan y discuten. No critico el debate en sí, ni la posibilidad de celebrar el encuentro. Al contrario: creo que es saludable y que, al menos, el ciudadano se interesa por el asunto político aunque tengan que vendérnoslo como un partido de fútbol con anuncios. Saludable y necesario. Aunque no cuenta nada nuevo. Lo que dijeron ambos ya nos lo sabíamos. A mí, a pesar de todo, la cosa me divirtió, me entretuvo. Y ese es el problema: que nos entretuvo, pero no abrió nuevos caminos ni despejó dudas.