Esta historia transcurre en mi tierra, Zamora. Pero, para mí, empieza en la ciudad en la que vivo, Madrid. Empieza una noche de viernes. La noche del viernes, día diecinueve de enero, al sábado, día veinte de enero. En ese momento, y en torno a la una y pico de la madrugada, estoy viendo una película en casa. Una comedia con la que estoy muy entretenido. No suelo apagar el móvil hasta que me voy a la cama. Y el móvil suena exactamente a la una y cuarenta y un minutos. Me asusto. Me da un vuelco el corazón porque no es frecuente que alguien te llame a esas horas. Para mí es un susto doble porque hace años, cuando todavía dejaba el móvil encendido, me llegó de madrugada un mensaje de un familiar diciéndome que un pariente nuestro se había suicidado. La otra noche miré la pantalla del teléfono. Me llamaba un tipo con el que a veces charlo en los bares de Zamora. Intenté buscar una razón para esa llamada. ¿Qué motivos le inducirán a telefonear a estas horas? Respondí.
Lo primero que me sorprendió fue su voz. Parecía él y a la vez no parecía él. Dijo que había dejado a los niños en casa y estaba tomando algo por ahí. Siguió un diálogo en el que me hizo preguntas extrañas. Cosas que él debería saber y que yo contestaba entre atónito y molesto. ¿Por qué no sales a tomar algo? Porque estoy en Madrid. ¿Qué haces en Madrid? Vivo aquí. A su lado se oía a alguien cuchicheando. Una voz de mujer. Entonces le pregunté qué le pasaba, le notaba raro, no entendía el motivo de la llamada. Me dijo que había bebido. Y con esa excusa me di por satisfecho respecto al raro tono de voz y a sus preguntas misteriosas. Luego empezó a cabrearme. A insinuar historias extrañas y a montar un festival de mentiras sobre mí. Que si amantes, que si putas, que si tal, que si cual. Dado que empecé a echarle un rapapolvo, dijo que era una broma. Pero prosiguió los ataques y acusaciones. Anuncié que iba a colgar. Y entonces la voz me deseó que me dieran por retambufa (sus palabras exactas no fueron esas), y colgó. Me quedé tan molesto y tan extrañado por su comportamiento que decidí que no volvería a dirigirle la palabra jamás. Era la una y media de la mañana, la broma no tenía gracia y las acusaciones eran muy fuertes.
Y unos días después supe, primero a través de un amigo común y luego por parte del propietario del móvil, la verdadera historia: el motivo de esa llamada. El tipo que yo conozco había ido a ver un concierto a un pub de Zamora. Puso el móvil en la barra y, en un despiste, se lo birlaron. Tiene sus sospechas sobre la identidad de los autores. Los fulanos y las fulanas que le hurtaron el teléfono se dedicaron, durante horas, a llamar a los números que aparecían en su agenda de contactos. Llamaron a sus amigos, a sus conocidos, a clientes de la empresa en la que trabaja. Se hicieron pasar por él. En todos los casos en los que les cogían el teléfono se dedicaban a insultar, a inventarse historias, a soltar patrañas. Como resultado, hay gente que (como yo, creyendo que era él) al dueño del móvil le ha retirado la palabra. Hay clientes muy ofendidos. Hay parejas que han discutido porque el marido respondió al teléfono de su mujer. El dueño del móvil, este colega del que hablo, me dijo que llevaba una semana dando explicaciones e intentando convencer a la gente de su inocencia. “Cuando me toca encargarme de los niños, jamás salgo. Eso es sagrado”, me dijo. Ahí metieron la pata sus burladores. Pero yo no lo sabía. “Temo ir por la calle y que alguien me pegue una hostia sin venir a cuento”. Y eso es lo que le han preparado. Un agravio antológico. Si yo fuera él, y encontrara a los culpables, me haría una bufanda con sus lenguas.