La lectura, en días pasados, del libro “Amarillo”, en el que Félix Romeo escribe sobre su amigo Chusé Izuel, escritor que puso fin a su vida saltando desde el balcón de su piso de Barcelona, allá por el año noventa y dos, trae a la memoria la obra y la semblanza de otros poetas y escritores suicidas. En seguida pensé en el zamorano Justo Alejo, quien a la edad de treinta y cinco años saltó desde una ventana del Ministerio del Aire de Madrid. La obra poética de Alejo está recogida en dos volúmenes que leí gracias al préstamo de la Biblioteca Pública. Y Luis González editó hace años su “Prosa errante” en Editorial Semuret. También José Agustín Goytisolo se arrojó desde un balcón. En “Amarillo” hay varias referencias a John Kennedy Toole, autor de una obra maestra del humor, “La conjura de los necios”, publicada póstumamente gracias a los esfuerzos de su madre. A Izuel le gustaba mucho J.K.T. Y creo que a cualquiera con buen gusto le agradan las cómicas desventuras de Ignatius Reilly.
De Toole, Alejo, Goytisolo y otros nombres he pasado a recordar una antología que tengo en mi biblioteca. “Suicidas”, se titula. Y la publicó Ópera Prima en mayo de 2003, con prólogo de Benjamín Prado. Antología de narrativa, de cuentos y relatos cuyos autores decidieron ingerir veneno, o atravesarse con una espada, o pegarse un tiro, o inhalar gas, o llenarse los bolsillos de piedras para poder hundirse en la frialdad de un río. Además, en casi todos los cuentos (y ésta era una de las particularidades más notables de este libro) el tema era el suicidio, o se mencionaba, o algún personaje decidía poner fin a su vida. La lista de autores recogidos en “Suicidas” me sigue pareciendo impresionante: Guy de Maupassant, Virginia Woolf, Ernest Hemingway, Malcom Lowry, Dylan Thomas, Yukio Mishima, Sylvia Plath… Sin embargo, de todos esos relatos sólo me ha quedado uno en la memoria. Pese a mis esfuerzos por recordar, el único cuento cuya huella permanece aún es el de Jack London. Se titula “El burlado” y es una narración magnífica. Resulta curioso que los autores que los academicistas consideran de menor prestigio sean luego los autores de las novelas que resuenan en nuestra memoria durante años. Autores, por ejemplo, que se centraban en la aventura: Emilio Salgari, Alejandro Dumas, el propio London.
En “El burlado” encontramos a un hombre con las manos atadas a la espalda. Es un ladrón de pieles, ahora prisionero. Aguarda su ejecución. Sus captores ya han liquidado a los compañeros de este hombre, que no teme a la muerte, sino a la tortura. La misma que han sufrido sus compañeros antes de perecer. Subienkow, así se llama el protagonista, sabe que tiene que evitar ser torturado: “Era una afrenta a su espíritu. Una afrenta, no por el dolor que tuviera que soportar, sino por el triste espectáculo que le haría ofrecer ese dolor”. Se niega a rogar, a suplicar, a humillarse, como han hecho quienes le han precedido. Así que Subienkow inventa una mentira. Se inventa una medicina para ofrecérsela al jefe de sus enemigos. Una pomada hecha con bayas y raíces secretas que, aplicada a la piel, volvería tan dura a ésta que ningún filo de hacha sería capaz de cortarla. Entre el jefe y él establecen un trueque: si la pomada funciona, Subienkow vivirá como esclavo. “Te daré la vida”. El único modo de probar su veracidad es aplicándose él mismo la pomada y soportando el filo de un arma. Subienkow se unta un poco de pomada en el cuello y ruega al verdugo que, para probar su eficacia, le dé un golpe de hacha contundente. El verdugo le corta la cabeza. Y de ese modo, engañando a sus enemigos, el ladrón muere sin ser torturado.