Estábamos tomando una caña y me contaron una historia. Una historia en desarrollo, de la que espero ávido el final, que aún tardaré unos meses en conocer, me temo. La historia es la que sigue. Una pareja está a punto de casarse. Se trata de una pareja joven y, por lo que me dicen, ella siempre ha aspirado al matrimonio. Quienes la conocen lo apuntan: que, ya en sus tiempos de estudiante, cuando aún no tenía novio, su máxima ambición era casarse. Ahora planean la boda con minuciosidad, cuidando de esos miles de detalles que hay que preparar y que dejan a ambos al borde de la angustia y al borde del agotamiento. Pero resulta que, en algunas conversaciones íntimas con sus mejores amigas, la chica dice, de vez en cuando y como quien no quiere la cosa, que ella debería haber roto con su actual novio y que, a menudo, se lo piensa. Pero sigue adelante. Ultima los preparativos del matrimonio, mientras sus amistades más cercanas no dan crédito a esa contradicción entre preparar una boda y, al mismo tiempo, no estar convencida de amar por completo a ese hombre con el que va a unirse.
Este país está repleto de gente así. Gente que se casa a ciegas, a la desesperada, sin plantearse las consecuencias de lo que hace. Vaya por delante que no soy contrario al matrimonio ni tampoco al divorcio (allá cada cual). Pero sí soy contrario, o al menos me molesta, que haya tantas parejas por ahí que se casen, tengan un hijo y, dos años después, o incluso menos, decidan dejarlo. Gente que se casa a ciegas. Personas que se casan porque sí. Por contentar a la madre de ella. Porque ya va siendo hora y se pasa el arroz. Porque quieren tener un hijo y necesitan el apellido de un padre. Porque mola cantidad eso de ser el centro de atención y recibir regalos y hacer la despedida de soltero y pasarlo en grande durante el convite. Porque en ese momento no había nadie más a mano para subir al altar. Porque, bueno, si la cosa no funciona siempre está el divorcio, que ahora se resuelve de modo muy rápido. Porque, mire usted, lo que quieren es protagonizar una boda. Los viejos valores. Convivencia, matrimonio, estabilidad, familia. Hogar. Sí, eso está muy bien. Pero luego, unos años después, o incluso unos meses después, y a veces unas horas después del enlace (echen un vistazo a las bodas de los famosos de Estados Unidos, que a menudo duran menos de un mes), se despiertan una mañana y advierten con sorpresa y dolor que eso no es lo suyo. Que ese tío, o esa tía, que duerme al lado es un completo desconocido. Que se convive mal con él. Que esto no es tan guay como vivir con papá y mamá. Que no aman a ese hombre o a esa mujer. Se dan cuenta de que se han precipitado. No debieron casarse. Quieren una ruptura. Y el hijo, el chaval que han empezado a criar, se queda a dos velas. Repartiéndose, en el futuro, entre la casa de su padre y la de su madre.
A mí me parece que hay muchas parejas de este pelo. Toman la decisión a la ligera. No afrontan el futuro, sólo piensan en el presente. Hay que casarse. Luego ya veremos si el matrimonio es estable. Si mola. No apareció el príncipe azul (o la princesa) con el que habían soñado desde la infancia y, como digo, se apuntan al convite con el tipo que hay más a mano. Y luego están quienes se casan sin haber convivido antes con el otro. Sí, ya sabemos que lo clásico era perder la virginidad y dormir con el hombre sólo a partir de la noche de bodas, pero no estamos en otro siglo. Los tiempos cambian. Las costumbres, también. Hay personas que se casan sin haber vivido antes con su pareja y, luego, tras la boda, algunas de ellas descubren que es imposible convivir con el extraño que duerme a su lado. Y se arrepienten.